Boquiabierto Robe no podía creer lo que estaba viendo. La sensación de irrealidad fue tan fuerte, que durante un momento consideró la posibilidad de que todo esto no fuera más que un sueño particularmente bizarro, una pesadilla de bajo presupuesto protagonizada por actores de segunda y repleta de gags absurdos. El maldito aeropuerto con sus subidas en bajada, la maldita ciudad con sus accidentes de moto, la maldita jefatura donde todo parecía recién salido de la máquina del tiempo, los policías secretos inconfundibles y el reputísimo día entero. El EPEI (Equipo Portátil de Emisión de Interferencias) era de última generación y costaba cinco millones de Euros en el mercado negro. Su número era contadísimo y para que se lo dejaran traer a Montevideo, tuvo que interceder el mismísimo Presidente de la República Francesa. Y ahora seguramente había caído en manos del enemigo, tal como sus superiores presumían que sucedería se lo traía con él. Su desprestigio sería inconmensurable y ante él se extendía el camino de largos años de muerte civil.
Su ocasional compañero no pareció tomárselo demasiado a la tremenda. Sacó del bolsillo un celular que habría avergonzado al viejo tuerto que mendigaba monedas a los turistas próximo a las escalinatas de Notre Dame y llamó a alguien. Captando palabras sueltas aquí y allá, e hilvanándolas a duras penas con buena dosis de sentido común y unas pizcas de perspicacia, Robe entendió que estaba llamando al traductor. Mientras hablaba, examinaba detenidamente el maletero del automóvil. Meneó la cabeza, lo abrió, lo cerró, lo volvió a examinar cerrado y puso meticulosa atención en observar los detalles de las roturas que la herramienta utilizada para forzarlo había dejado en la carrocería.
Increíblemente sonrió. El ánimo del francés osciló entre las ganas de estrangularlo y la esperanza.
Robe hurgó en el bolsillo interior de su saco. Encontró y extrajo de allí un par de guantes de látex, se los colocó y tomó la botella de cerveza entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha. Miró a su compañero y le preguntó cinco veces en distintas formas, si tenía a su alcance una bolsa de nylon. En los ojos del uruguayo no pudo apreciarse siquiera una leve chispa de entendimiento. Era como hablarle a su calefón.
En eso llegó Federico por primera vez con cierto aspecto de sentirse alguien en la trama de este mundo.
-¿Tiene alguna bolsa de nylon?- interpretó el intérprete.
-¿Para qué?-
-Para guardar la botella-
-¿Para qué?- repitió Carlos María Gómez con la voz una octava más alta de lo habitual trepada en los andamios de la impaciencia.
Federico interrogó al Francés.
-Dice que para guardar la botella como evidencia.- La entonación de Federico no transmitía en absoluto la entonación original del francés, cuya impaciencia era visible. Tal vez no se atrevió.
-¿Evidencia de qué? Las cosas no están y la valija está forzada ¿qué más evidencia se necesita? ¿Un diagrama? ¡Lo que es evidente es que nos afanaron!
Federico se encogió levemente de hombros.
-Dice que para hacer el ADN al pico de la botella, o para buscar huellas.-
-El ADN demoraría un mes y medio y entre tanto, todas las cosas vendibles ya habrían cambiado de mano. Y las huellas si bien demorarían menos, nos dirían quien fue pero no dónde está y lo que nos interesa saber es donde están las valijas y recuperarlas.-
Robe apoyó su cabeza en el techo del auto. Se le notaba la desesperación como a quien va perdiendo una final cuando faltan 2 minutos y los descuentos. Para exacerbar aún más su desesperación, Gómez le sacó la botella de entre los dedos a mano limpia y la dejó al pie de un árbol con un ademán indiferente que a Robe le resultó artificial y estudiado. Una jugada de pizarrón en el último minuto del partido.
Cruzó la calle hasta un quiosco tan completamente enrejado que cualquiera diría, estaba en una Zona Roja y no frente a la Jefatura de Policía. Se detuvo durante un par de minutos dialogando con el comerciante a través de la cuadrícula de hierro. Alguien había orinado en la parte baja de la reja y el tipo le avisó, pero demasiado tarde que no se apoyara en ella. Puteando con las rodillas del pantalón meadas, volvió a cruzar la calle. Paso lento, manos en los bolsillos, mirada furiosa que no podía desviarse de sus pantalones defenestrados de una orina anónima y seguramente colmada de residuos de pasta base. Robe sintió ganas de matarlo. Se metió al coche y les indicó al francés y al intérprete que le acompañaran.
Subieron. Gómez sacó el auto en marcha atrás y estuvo a punto de llevarse puesta una moto que zigzagueaba entre el tránsito de la calle Yí. Intercambiaron extensas puteadas para cuya comprensión Robe no necesitó intérprete alguno. La humedad en las rodillas le escocía en el alma al policía. En tanto manejaba sin mirar, buscaba en la guantera algo con que secarse. Encontró una bufanda olvidada quien sabe cuando y se frotó ambas rodillas a conciencia. Recién ahí se dignó a comunicarles a sus compañeros lo que hablado con el quiosquero.
Fue El Maicol- dijo. – Tuvo que ser el Maicol. El quiosquero me dijo que lo vio hace media hora rondando por acá y mirando para adentro de los autos. Me olvidé del espejo.-
-¿Quién es el Maicol? ¿Es seguro? ¿Y cómo sabe que no fue el enemigo?-
-Al “Enemigo” sea quien sea, lo habrían visto romper la valija del auto con una palanca. Al Maicol no. Es tan normal verle robar por acá que ya nadie lo nota, se confunde con el paisaje. Es un menor adicto y audaz. Escurridizo como un jabón mojado. A esta hora (miró el reloj) ya debe estar transando sus cosas con el Yeruta, un reducidor de la Aguada. El único que lo puede recibir tan temprano y sin tener que atravesar media ciudad con dos valijas que deben pesar 40 kilos cada una. Calculo que por quinientos pesos rescatamos todo.-
-¿Dice que hay que pagar para que nos devuelvan las cosas?- comentó alarmado Robe.
-¡Claro! ¿Qué otra cosa podríamos hacer?-
-¡Arrestarlo! Por ejemplo.-
-No. Ya le dije que el Maicol es menor, si lo arrestáramos en dos horas estaría otra vez en la calle y no recuperaríamos sus pertenencias. Al contrario, nos agregaría innumerables complicaciones y terminaríamos buscando el maldito aparato por todas las ferias de Montevideo, eso si no lo tira a la mierda por las dudas.-
-¡No entiendo!- se lamentó Robe. -¿Cómo pueden robar un auto policial en la puerta misma de la Jefatura de Policìa? ¿Cómo nadie escuchó la alarma, ni siquiera la guardia que no estaba ni a media manzana? ¿Cómo puede haber ladrones en la manzana de la Jefatura?-
-¿Alarma? ¿Para qué queremos alarma en un auto policial?-
-¿Para que no los roben?
-No los roban.- afirmó Gómez, fue una distracción.-
-¿Una distracción?-
-Claro. Cuando estacionamos un auto policial que tiene chapa particular, nosotros torcemos el espejo así ¿ve?- dijo Gómez mientras torcía el retrovisor de forma tal que apuntara hacia el techo. – Lo que pasa es que me olvidé y el Maicol no se dio cuenta de que era un auto de la policía. Cuando ven el espejo torcido, no tocan los autos.-
-¿O sea que cuando ven el espejo derecho tienen autorización policial para robar.- Robe indeciso entre el asombro y el sarcasmo.
-Nos ayuda a mantener despejada nuestra zona de estacionamiento. De otra forma se llena de autos particulares que se aprovechan de que los inspectores de tránsito no los van a multar pensando que son vehículos autorizados. Vive y deja vivir, decimos acá.-
Robe sacudió la cabeza. Se resignó. Se dedicó a mirar el paisaje de la Calle Yí aconteciendo a su izquierda en ese devenir extraño en el que transcurren las calles transversales, que parecen entrar en decadencia a medida que se alejan de 18 de Julio. Tiendas primero, luego negocios varios, posteriormente casas de repuestos, luego viviendas alternando con fincas ruinosas y galpones deshechos. Una especie de analogía de la vida misma, pensó el francés mientras le invadía una desazón desconocida, una melancolía insana como el aire de una alcantarilla, que amenazaba arruinarle el ánimo y el día entero. Arruinárselo más. Pensó en las explicaciones que tendría que dar si no aparecía el EPEI. Se le hizo un nudo en el estómago.
-Tenemos que rescatar las cosas por las buenas- prosiguió Gómez trinando alegremente como si le estuviera explicando las verdades de la vida a un sobrino adolescente antes de entregarlo a las sabias manos de la prostituta veterana con la que habría de debutar.
-Pero si lo encontramos en la casa del reducidor ¿no podemos arrestarlo sin más y recuperar mis valijas allí mismo?-
-¿Recuperarlas sin una orden del juez? Para cuando obtengamos la orden de allanamiento, el Yeruta ya las habrá puesto a buen recaudo, y si se da cuenta de que “queman” por ser de un policía se va a deshacer de ellas antes. Las cosas vendibles serán rematadas y las menos vendibles, las va a tirar en algún baldío o se las pasará a algún traficante a cuenta de futuros negocios para que las encanute. Para cuando las encontremos habrán pasado tres meses. Créame que en estos casos es mejor negociar.-
Se detuvieron ante un galpón arruinado ante cuya puerta, una vieja entrada para camiones, boludeaban tres o cuatro muchachos jóvenes, todos tocados de gorra con visera. Entre ellos circulaba una caja de vino. Los miraron bajar con ceños fruncidos y miradas que iban de lo vacuo a lo agresivo sin omitir nada de lo que pudiera haber en medio. Gómez preguntó por El Yeruta.-
Uno de los tipos se rió estruendosamente ni bien oyó la voz del policía. Gómez ni se inmutó, estaba acostumbrado.
-¿Quién lo busca amistá?- Preguntó uno de ellos, un chiquilín que no tendría más de catorce años, pero en cuyos ojos se advertía una mirada esquiva y peligrosa de convicto veterano.
-El Oficial Carlos Gómez.-
-¿Vos sos rati? ¿Con esa voz de pito?-
-Y con esto también.- Gómez se abrió el saco y mostró la culata de la nueve milímetros.
Los muchachos se miraron.
-Ta bien, aguantá acá Pajarito que te lo llamo. No te mandés pa dentro que te picamos a vos y a esos dos giles.- dijo el único de ellos que parecía mayor de edad aunque no tendría más de veinte años.
Vestía una camiseta de Aguada y estaba tatuado hasta en los ojos. El francés con su mirada entrenada de ave rapaz distinguió desplazándose por su cuello un piojo del tamaño de una cucaracha que salió de atrás de la oreja y se perdió parsimoniosamente en el laberinto de la nuca. Sintió una vez más, el vértigo de la irrealidad sacudiéndole el estómago con sus pies de algodón.
-No te pasés de listo Tortuga que todavía están en Jefatura los pantalones cagados de la última vez que estuviste por allá. Los encuadramos. Tuvimos que cagarte a trompadas para que te dejaras de batir gente o iba toda la Aguada en cana. Así que bajá el cogote y traéme al Yeruta que tengo que hablarle.-
El muchachón le hizo un gesto internacionalmente conocido tomándose las partes y sacudiéndolas un par de veces. Giró y se sumergió en la oscuridad del galpón. Sus tres compinches, todos aparentemente adolescentes, permanecieron en silencio. Robe apoyó la espalda en el coche y aguardó silencioso. Federico se eclipsó a medias sentándose en el asiento delantero dejando la puerta abierta.
Al cabo de unos segundos, se oyeron unos ruidos provenientes del interior. El Yeruta apareció por la puerta y saludó al policía con cordialidad de viejos conocidos. Era un hombre de unos cuarenta años, de complexión media y mirada rapaz. Hacía quince años que vivía del puro despojo de los chorros del barrio a los que halagaba en público y despreciaba en privado. Había estado un par de años a la sombra por receptación y si no frecuentaba más la cárcel, era por la manifiesta buena actitud que tenía para con la policía cada vez que las papas quemaban. Sabía distinguir lo accesorio de lo fundamental y apartarse a tiempo cuando se desbordaba la alcantarilla. Vestía con sencillez aunque en el ambiente se rumoreaba que sus ingresos eran legendarios. Algún día se la van a dar, pensó Gómez, y ese día tanto la policía como los delincuentes habrían perdido un valioso colaborador. Decían de él que era marica y que se retiraría del negocio cuando su novio saliera del Penal donde cumplía unos quince años por rapiña.
-Pajarito ¿qué hacés por acá?-
-Ando atrás de unas cosas que te trajo el Maicol.-
-¿El Maicol? ¡Pero si hace meses que no pasa por acá!-
-No me hagás versos Yeru, el guacho se afanó dos valijas de este coche y en la puerta de la Jefatura. Lo vieron, vos sabés y yo también sé. Las valijas son del franchute de ahí, ese que parece una mezcla de Rocky con Bruce Willis y el tipo está malo como un salado. Le dije que podíamos arreglar esto con guita y sin pasar a mayores, así que no me hagás drama y entregá. Si te lo zuco, vas a tener que llamar a los bomberos para que te lo saquen de encima. Vos elegís.-
-¿Me estás descansando? ¿De la puerta de Jefatura las ganó? ¡Ese guacho si que es audaz¡ Pero no me las trajo a mi. ¡Palabra que no!- El Yeruta se esforzó y puso una cara de inocencia que habría matado de envidia al monaguillo de la cercana iglesia.
Pero Gómez no picó.
-Mirá Yeru, si entro de caño a ese tugurio y encuentro las valijas, no va a haber abogado que te saque del Penal y te vas a dar el gusto de compartir el patio con tu marido. Venimos a rescatar en una buena. No te hagás el banana y sacá el paquete.-
-¿A rescatar? ¿De cuánto estamos hablando?-
-Ahora nos entendemos. ¿Cuánto querés?-
-Ofertá. Sos vos el que viniste, yo no te fui a buscar. ¡Dios me libre!-
-Quinientos pesos.-
-Ni hablamos. Las valijas vacías valen eso.-
-Y salvarte del garrón ¿cuánto vale?-
-Entrá a buscarlas sin una orden del juez y vemos cuanto vale tu laburo. Y para cuando consigas la orden, … bueno, ya sabés.-
-Yeru, esto es un asunto diplomático ¿entendés? La orden del juez está en camino y el que está de turno es Dorigatti que no se anda con chiquitas. Y si no me mando de caño para ahí adentro es porque no quiero ensuciarme el traje en ese basurero. Así que mejor ponete a tiro con el rescate o será de la otra manera.-
El reducidor lo miró. La cara del policía permaneció impertérrita, un tanto risueña y expresando una confianza ilimitada. El hombre cedió.
-¿Es el franchute el que va a poner la guita?-
-Sí-
-Sacame unos pesos más Pajarito, no seas malo. Con esa pinta el tipo no puede andar con los bolsillos vacíos. Si igual no pagás vos.-
-Dejame ver que puedo hacer. No te muevas de acá y que los planchas estos no se manden para el galpón. Si alguno entra, entro yo atrás y se acabó nuestro cariño. ¿tamos claros?-
El tipo asintió. Gómez se volvió hacia Robe y le explicó a través del intérprete la situación. El francés se revisó los bolsillos, sacó la billetera y miró su contenido. Murmuró algo y Federico lo tradujo.
-Cincuenta Euros le dijo el policía al reducidor.-
-Cien. Por el riesgo ¿viste? ¡Mirá si son falsos!-
-¡Nunca viste un Euro en tu vida hijo de puta! Sólo te darías cuenta de que son falsos si fueran de goma y tuvieran la cara de Forlán!-
-Por eso mismo, cien es mejor que cincuenta, más redondo. Y me cubre el riesgo si son truchos.- insistió.
-¡Cómo van a ser truchos boludo! ¡El tipo es policía!-
-Por eso mismo.- contestó el reducidor mientras en sus ojos se vislumbraba un destello de desdén.
En la Jefatura de Policía el Comisario Hidrógeno Campos había bajado a buscarse algo de comer. El Oficial Timorato García miraba dubitativamente el escritorio de su superior y la puerta de la oficina. Se estaba meando, pero luego de la haberse enterado del hurto de las valijas del francés, el humor del Comisario habíase tornado prácticamente asesino, por lo que no se atrevió siquiera a hacer una alusión elíptica a su necesidad fisiológica de orinar máxime cuando al salir, el comisario casi arranca la puerta de sus bisagras en medio de un catastrófico portazo.
Para distraerse de su urgencia, se puso a hojear el documento en castellano. Hoja a hoja, se fue enterando de los pormenores de ese plan que aún le resultaba vago y ajeno como la lápida borroneada por los años de un muerto desconocido.
El documento había sido indudablemente censurado. Aquí y allá faltaba alguna palabra suelta y cada tanto estaban en blanco párrafos enteros que habían sido seguramente eliminados en una fotocopia previa al la fotocopia más o menos definitiva que tenía sobre su regazo. Como jugar el teléfono descompuesto, pensó para si mismo. Vaya a saber la cantidad de burócratas que tuvieron estos papeles entre sus manos para censurarlos y revisarlos una y otra vez. Pensar en todos los sueldos primermundistas que se habían gastado en asegurarse de que los indígenas uruguayos no leyeran ninguna cosa útil, le revolvió el estómago y le incrementó la presión en la vejiga. Además conociendo a los burócratas, cada mano por la que pasó el expediente, seguramente había realizado su propio recorte, nada más que para mostrar que el anterior censor era un perfecto idiota que había omitido omitir algo que debía omitirse. Media docena más de personas que hubieran tenido acceso a esa tarea y del documento no habría quedado prácticamente nada. Habrían llegado al Uruguay seis o siete páginas; eso sí, llenas de sellos, firmas e iniciales. Los franceses no nos ven como sus colaboradores e iguales sino más bien como ... – Timorato frunció el ceño. La cuestión ameritaba una reflexión profunda pero las ganas de mear le interferían el raciocinio. ¿Cómo nos ven los franchutes? se preguntó sin obtener una respuesta inmediata a esa cuestión que por alguna razón, tal vez orgullo nacional, se le aparecía como fundamental.
En ese momento sonó el teléfono.
-Oficina del Comisario Hidrógeno Campos.- contestó Timorato.
-Soy yo Timo, ya rescatamos todo y vamos para ahí.- Gómez tenía claro que no necesitaba identificarse. Su voz de castratum se lo hacía innecesario.
-Ta bien Pájaro. ¿demoran? Estoy solo acá y me estoy meando.-
-Cinco minutos, siete a más tardar.-
-Metele que no es joda. Sino voy a tener que mear en el pozo de aire.-
-No vas a ser el primero.- se rió Gómez.
-Ya sé, pero tengo miedo de que me la pique una gaviota confundiéndola con una tripa gorda.-
-Sólo que haya gaviotas ciegas.- se rió Gómez.
Cortaron.
Robe no quiso saber de complicaciones. Desechó la idea de colocar las valijas nuevamente en su natural enclave y las introdujo en el habitáculo del coche murmurando algo que Federico no supo o no quiso traducir. Gómez desairado con la tapa del maletero en la mano, se lo tomó con humor. Estos franceses creen que el rayo puede caer dos veces en el mismo lugar, pensó sin recordar que en el correr del día, el maletero en cuestión había sido objeto de un atentado en grado de tentativa y de otro exitoso.
Federico se acomodó como pudo en el escaso espacio que las valijas dejaban sobre el asiento trasero. Los candados de las maletas aún estaban intactos, aunque el exterior de las mismas, mostraba visibles signos de maltrato y sobre todo mugre y algo que se mostraba sospechosamente parecido a mierda de perro, y cuyo olor despejaba toda sospecha. Arrodillado sobre el asiento delantero, Robe comenzó a abrir el candado de una de las valijas. El apoyacabeza le molestaba y lo arrancó sin muchos miramientos tirándolo al piso debajo del tablero. Hurgó en sus bolsillos en busca de la llave. No estaba. Buscó nuevamente. De reojo, el oficial Gómez, observó que por primera vez, el extranjero no parecía estar controlando las expresiones de su rostro. En él se pintaban los primeros signos visibles de la desesperación. Gómez apenas si pudo evitar sonreír y para ello tuvo que poner el máximo empeño. Si el francés le hubiera visto sonreír capaz que lo estrangulaba ahí mismo sin importarle un carajo que corrían a 90 por Avenida del Libertador.
Repentinamente el rostro de Robe se tornó blanco como un papel. Gritó algo en su idioma y alarmado, Gómez pidió a Federico la traducción. Este oprimido entre la puerta y la más voluminosa de las maletas, acuclillado entre el asiento del conductor y el asiento trasero, con una pierna estirada y la otra incómodamente flexionada bajo el cuerpo y sintiendo que estaba a punto de consolidarse definitivamente en esa postura a fuerza de no tener espacio para asumir ninguna otra y sintiendo los primeros anuncios de un calambre generalizado que le abarcaba todo lo que su cuerpo tenía entre la cintura y el dedo gordo del pie, a duras penas balbuceó:
-Dice que le falta la cartera.-
-¿Qué cartera? ¡yo no le vi ninguna cartera!-
-La billetera, el portadocumentos, .. ¡lo que mierda sea!- aulló Federico.
-¡Ay! ¡Se la pelaron! ¡Ya me parecía a mi que al más petizo lo conocía! Es Braian “Dedito” , punga en 8 de octubre, aprendió con el viejo Tadeo, aquel al que le decían Impositiva, porque te afanaba sin tocarte. Se cortó el pelo y se lo tiñó.- añadió a modo de disculpa.
Robe pegó un fuerte piñazo en el filo del respaldo que crujió sospechosamente. Gómez puso el señalero indicando la izquierda, rápidamente se aseguró de que no viniera nadie de frente, que no venía ya que dos cuadras más adelante el tráfico estaba cortado y se divisiaban los destellos de las luces de un par de coches policiales y una ambulancia. Hacia atrás era otra cosa muy distinta. pero ningún vehículo venía ni lo suficientemente próximo ni lo peligrosamente rápido como para llevárselo puesto en el viraje. El Francés adivinó la intención y se agarró con alma y vida mientras que Gómez accionaba el freno de mano rotando suavemente la dirección hacia la izquierda. Violentamente el coche giró sobre si mismo y la maniobra hubiera sido exitosa de no haber reventado una cubierta. El giro se prolongó unos cuantos grados más de lo necesario y una moto, que habría debido frenar sobradamente de haberle funcionado los frenos, se estrelló ruidosamente contra la parte trasera del coche. El motociclista pasó limpiamente por encima del techo del vehículo y voló con toda naturalidad hasta la vereda donde aterrizó sin la más mínima elegancia. Luego el mundo entero pareció quedar en silencio. Alarmado, Gómez observó que la moto comenzaba a prenderse fuego. Miró hacia atrás y sólo vio las valijas exánimes sobre el asiento. Se soltó el cinturón y miró mejor. Federico parecía haberse desmayado y las llamas iniciaban lentamente sus lengüetazos amorosos sobre la puerta de su lado. Robe sangraba por la cabeza aunque no se veía muy bien donde exactamente estaba la herida. Sólo Carlos María estaba ileso. En el maletero había un extintor. Lo fue a buscar y cayó en cuenta de que también había sido robado.
Había pasado más de media hora desde la llamada de Gómez.
Timorato no aguantaba más. Buscó inútilmente una botella o cualquier tipo de envase en los lugares más peregrinos de la oficina. No la había. No había un solo receptáculo donde mear por más que empeñó toda su creatividad en la búsqueda. Próximo a la ventana que apenas si dejaba pasar algo de luz, un lazo de amor languidecía pertinaz como el monumento a la supervivencia de la vida en los ámbitos más hostiles. La maceta era minúscula y el oficial desechó la idea de orinar en ella. La habría desbordado al primer chorro y después iniciada la micción difícilmente hubiera podido detenerse como no se puede detener la evacuación de un cine en llamas una vez que salieran los primeros espectadores. La meada caería al piso en una catarata voraz y caudalosa que lo inundaría todo antes de que pudiera detenerla. Después de eso, sólo le quedaría escribir una nota explicando su suicidio. O tal vez hasta la nota sería innecesaria.
Miró el reloj una vez más. Puteó a Gómez por su demora, al Comisario por su hambre, al francés por su descuido, a Federico por las dudas y a si mismo por su maldita mala suerte y a Dios por haberle metido en un universo donde uno no podía siquiera mear cuando lo apremiaba la necesidad más urgente. Metió los expedientes en el archivador. Lo cerró pero no encontró las llaves. El Comisario se las había llevado con él.
Sudando y caminando como un anciano para contener la inminente explosión de su vejiga anegada hasta lo inimaginable, abandonó la habitación con rumbo al baño. Son solamente tres puertas… ocho o diez metros. Dos minutos. Se dijo a si mismo. El pasillo estaba desierto. Caminó un paso, dos, tres y cambió de opinión. Volvió a introducirse en la oficina. Agónicamente tomó los expedientes del armario metálico, se los puso uno debajo de cada brazo y abandonando la habitación una vez más, tomó rumbo al baño llevándolos con él.
No había caminado aún ni cuatro pasos, pasos cortitos a decir verdad, cuando escuchó sonar el teléfono de la oficina a sus espaldas. Dudó pero desechó la duda. Si volvía atrás, no habría dios en el universo que pudiera impedir que se meara los pantalones. Siguió caminando. Un paso, dos cruzando las piernas como un bailarín de ballet… el baño cada vez estaba más cerca, pero no lo parecía. ¿Sería un espejismo? Seguía oyendo el teléfono a sus espaldas y su penetrante graznido electrónico, le taladraba la conciencia como un reproche. Parecíale que la vejiga le iba a reventar. Siguió caminando y dos pasos más allá se le ocurrió un pensamiento ominoso. ¿Y si era el Comisario? Jamás le perdonaría haber abandonado la oficina. Jamás le perdonaría que hubiera sacado los expedientes del despacho, cuando no había transcurrido ni una hora desde que se habían comprometido a no hacerlo.. ¿Y si el francés llegaba y le veía volver del baño con los expedientes en la mano?
¡Qué difícil era todo, la puta madre que lo parió! ¿Si meaba en una puerta cualquiera? Se iba a mear de todos modos si no tomaba una decisión rápidamente, así que la puerta del despacho del Subcomisario Penélope Garrido le pareció un lugar tentador y hasta adecuado. El tipo laburaba de noche con Orden Público interrogando travestis y cosas por el estilo. Para cuando llegara, seguramente buena parte de la meada se habría evaporado y en todo caso, no le iban a hacer un ADN.
El teléfono seguía sonando, insistente, urgente. Reflejado en el cristal del receptáculo de una manguera de incendio, vio su propio rostro pálido y sudoroso. Sentía que los dientes comenzarían a castañetearle en cualquier momento. Los expedientes parecían pesar cincuenta quilos cada uno.
Giró y volvió lentamente, como un flagelante herido que no soporta un latigazo más en sus espaldas y sin embargo sabe que le faltan veinte para cumplir una promesa o una reivindicación definitiva. Si era el Comisario quien llamaba y él no atendía, la reprimenda iba a ser de órdago pudiendo llegar a un buen arresto, sobre todo contando con el pésimo humor que los últimos hechos le habían puesto en el ánimo como una resaca indeseable y persistente. Mientras caminaba contó las baldosas que faltaban para llegar a la puerta: seis. Poco menos de un metro y medio, pero demoró dos timbrazos más en recorrerlos.
Abrió la puerta en el mismo momento en que cortaban. No escuchó el “click” En los teléfonos modernos no hay “click”, pero presintió que habían cortado y su presentimiento fue acertado. Aguardó algunos segundos, diez, veinte, infinitos, o así le parecieron. Luego desesperado, lanzó desde donde estaba, los expedientes sobre el escritorio. Uno de ellos cayó despatarrado como una prostituta presurosa. El otro pegó en el filo del escritorio y terminó en el suelo, próximo a un charco de café y a los despojos mortales de un pocillo. Timorato se desentendió, giró sin cerrar la puerta y corrió al cuarto de baño como alma que lleva el diablo.
(Continuará)