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La estupidez es el único veneno cuyo efecto mata a los sobrevivientes.

Se publican aquí las cuatro partes escritas hasta ahora del cuento largo "La Conspiración" una historia policial en medio de las peripecias del Tercer Mundo.




Capítulo 4: Todo lo que pueda ir mal...:

19.1.08

Abuelita Inés

Probablemente algún lector, si es que estas líneas llegan alguna vez a ser leídas, recordará el incidente.

Fue hace veinticinco años y ocupó titulares en diarios e informativos durante un par de días.

Se trató del secuestro de un ómnibus por parte de una banda de delincuentes alcoholizados, doce muertos, varios heridos, y una heroína a la que los medios no prestaron ninguna atención por la sencilla razón de que no fue mencionada por testigo alguno.

No se supo entonces y lo revelo ahora: los participantes del episodio, y yo fui uno de ellos, nos pusimos de acuerdo en no mencionar a nadie el papel de la Abuelita Inés en aquellos acontecimientos.

Hoy, se cumplen veinticinco años de aquel evento trágico y me he decidido a ponerlo por escrito por la coincidencia de dos factores casuales: la celebración del aniversario del día en que nací nuevamente y un poco de novelería. Andrés, el mayor de mis nietos, se fue para España y me legó su computadora. Me explicó someramente como prenderla y poner el solitario. Es un solitario al que seguro me costará acostumbrarme, en primer lugar, porque se juega con cartas de las de póquer, en segundo lugar, porque no se parece mucho a los solitarios que conozco y con las que entretengo o trato de entretener, las interminables horas que hastían la vejez.

Así que aburrido del solitario, me puse a explorar y encontré un programa de escribir. Word Pad es el programa, apelativo que me recuerda a las marcas de wisky falsificado que te venden por cien pesos el litro y que de la noble bebida, tienen sólo un parecido en el color. En mis tiempos de activo, gasté mis dedos en la vieja Remington banco. Era rápido en esos tiempo y eso que las teclas oponían a los dedos una sana resistencia. La máquina de escribir tenía cierta personalidad y en comparación, este teclado parece fofo, endeble, sin carácter. Ideal para mis dedos que no quieren enfrentar resistencia alguna que se interponga en su trayecto hacia las palabras.

Es así que por puro ocio me lanzo a la aventura de rehilvanar una historia real de la que fui testigo y partícipe. Los viejos estamos llenos de cuentos. La vida es una especie de caja de ahorros donde vamos acumulando anécdotas, cuentos, historias y justo cuando llega el momento de cerrar la caja de ahorros y desparramar ese contenido que nos parece rico e interesante, resulta que nos quedamos sin interlocutores y si exceptuamos a algún otro viejo cínico que tiene sus propios ahorros para contar y no se interesa por los nuestros nada más que a los efectos de tener quien le escuche, (exactamente como uno mismo), no parece haber nadie con el tiempo, la paciencia o el interés para escucharnos.

Es por eso que voy a probar con esta máquina, contar historias aunque más no sea para mi mismo.

Y después de esta breve pero inútil introducción, vayamos al grano como dijo un cuervo.

El ómnibus iba de la Aduana a la Barra. Eran las seis y pico de la mañana y el cielo estaba de ese color celeste marchito que siempre me hizo acordar de los azulejos que había en el baño de la casa del Cordón.

Había pocos asientos libres, el de los bobos que estaba al lado del guarda y alguno más disperso al azar.

Hacía bastante frío a pesar de que estábamos a comienzos del verano, no era para helarse pero tampoco como para andar en mangas de camisa. Era un domingo, en ese entonces mecanizada trabajaba los sábados de noche. Las computadoras, bisabuelas de esta que aporreo malamente ahora, necesitaban sus buenas horas para procesar la información del viernes, día particularmente movido en cualquier banco.

Yo trataba de dormirme, pero como justamente estaba en mangas de camisa ya que la noche anterior cuando había entrado al banco, había sido agobiantemente calurosa, no me estaba resultando sencillo agarrar ese sueño liviano e intermitente que solía acompañarme en mis periplos diarios entre Santiago Vázquez y la Ciudad Vieja.

Es curioso como uno recupera ciertos detalles mínimos y sin importancia alguna, cuando los acontecimientos que sucederán posteriormente son de alguna manera notables como ocurrió aquel lejano día. Hace un tiempo en un programa de la televisión le preguntaban a la gente qué estaba haciendo cuado atentaron contra las Torres Gemelas. Presté especial atención a esa nota y noté sin asombro, la cantidad de detalles nimios que los entrevistados recordaban con claridad. Una mujer comentó que estaba buscando pelos en el cepillo porque sospechaba que su hijo peinaba a la perra con él mientras ella hacía los mandados, por lo que mandó al botija a buscar un caldo de carne para agregarle a una salsa y así aprovechar su ausencia para buscar los pelos. Recordaba que justo cuando encontró un pelo que le parecía era de la perra, cortaron la transmisión de la tele para anunciar que un avión había chocado contra el World Trade Center.
Me pregunto: De no haber sido por la noticia de las Torres ¿Recordaría esa mujer hasta el gusto del caldo que pidió? Lo dudo mucho.

Así es en mi caso. Recuerdo detalles inverosímiles. Aromas, colores, gestos, sonidos y el sabor metálico y amargo del miedo a la muerte instalado en la garganta como un mojón maligno.

Recuerdo especialmente a la chica. Una chica joven y bonita de cuyo nombre no quise enterarme. Estaba sentada al lado mío y comía pastillas Trineo de fruta. Ocasionalmente me llegaba su aliento alegre de jardín de infantes.

En el respaldo del asiento que estaba delante de mi, decía “Peñarol campion de america, sufri volsilludo” y un enorme “Adelante con Fe” escrito en azul que ocupaba todo el ancho del respaldo eclipsando otras leyendas anteriores.

En la radio del ómnibus, Villegas por Radio Sarandí[1], deshilvanaba noticias con su voz cansina y decía que sima se escribía con s de “sol”, de “sierra”, de “zapato” y luego de una pausa agregó... “en la suela”. Eso fue inmediatamente antes de que el vehículo se detuviera en el Paso de la Arena.

Subió entonces la patota.

Y como buena patota se dirigió como una tromba directamente al fondo.

Entraron a grito pelado. Recuerdo que salí de mi entresueño sabiendo que definitivamente no volvería a entrar en él y cualquier expectativa de dormirme de ahí en más estaba absolutamente fenecida.

Miré hacia el pasillo levantando la cabeza mientras pasaban los colistas de ese pelotón, que seguramente salía de un baile que por ese entonces descollaba en la zona, a tiempo para notar como la chica de las pastillas Trineo bajaba la suya y se hacía la dormida reclinándose levemente hacia mi lado, cosa que, debo agregar, no me desagradó en absoluto.

Al otro lado del pasillo, en la plataforma, un policía al que le faltaba la moña para parecer recién salido de la escuela primaria, se hacía el distraído agachándose un poco para mirar por la ventanilla. Entre los pies tenía un bolso azul con un escudo de Nacional, del que asomaba como un cachorro curioso, la parte superior de un termo rojo.

Desde el fondo, entre los gritos entusiastas de la barrabrava, se percibía el sonido clásico de botellas de cerveza que se entrechocan dentro de una bolsa y el aroma a jardín de infantes que exhalaba mi compañera de asiento, iba siendo paulatinamente apagado por el del alcohol rancio que traspiran los borrachos.

En el fondo, los muchachos cantaban una cumbia con voces unánimemente ebrias. Algo referido a una Magdalena que lloraba que daba pena. Supongo que de haberlos oído cantar habría llorado mucho más. Posteriormente, la cumbia de Magdalena fue reemplazada por otra que hablaba de que María Cristina los quería gobernar, cosa bastante dudosa, pensé mientras le sonreía a una vaca que pastaba al otro lado de la ventanilla.

Cambió la canción, otra cumbia, y recuerdo claramente que pensé que esos tocadiscos que funcionan a alcohol no suelen tener una discografía muy variada. “Pengo a decirte que me voy...” arrancaba el nuevo tema y continuaba con “que más nunca tú me volverás a ver” cosa que encontré perfectamente justificable más allá de la inversión entre el nunca y el más que siempre me había resultado horrorosa y antipática.

Ahora el olor a alcohol se matizaba con el de humo de cigarrillos. Las botellas volvieron a entonar su canto tintineante y supe sin mirar siquiera, que ya no estaban en la bolsa que antes las había contenido.

Una mujer canosa con aspecto cansino de enfermera, abrigada con un saquito azul al que se le habían corrido unos cuantos puntos en la espalda, vino desde el fondo por el pasillo y se dirigió hacia el asiento de los bobos de adelante. Los muchachos del fondo seguramente pensaron que iría a quejarse al guarda. “¡Vieja ortiba!” gritó alguien desde el fondo. La mujer se sentó callada como un aljibe. El guarda miró al policía y éste siguió mirando para otro lado como si el paisaje de baldíos y quintas miserables fuera lo más interesante del mundo.

El guarda hizo un brevísimo gesto de negación con la cabeza que no pasó desapercibido a los del fondo. “¡Gallego alcahuete!” le gritó uno - “¡No mirés al botón que es cagonazo! “- Una carcajada general y desafiante salió del fondo y llenó el ómnibus entero como un gas tóxico.

El cambio de cariz de la situación fue palpable pero invisible como la electricidad estática en el aire húmedo.

La chica de las Trineo se apretó decididamente contra mi, aun sin levantar la cabeza. Todos percibimos claramente que la cosa podía ponerse peligrosa. Nadie miró al policía. Nadie miró hacia atrás. Todos quedamos inmóviles como figuras de cera en una fotografía. Desde más atrás surgió una voz de hombre, una voz apocada y un tanto aflautada tal vez por puro miedo, en una de esas, sólo por timidez: “Muchachos, por favor, vamos a tranquilizarnos o vamos a terminar todos en la comisaría”.

Otra voz le contestó “¡¿Qué decís de la comisaría, gil?! Pasos rápidos. No aguanté la tentación y me di vuelta para ver justo cuando uno de los tipos particularmente grande, levantaba de las solapas de la remera a un hombre de unos cuarenta años con cara y aspecto de obrero de la construcción que venía sentado en el asiento de los bobos de atrás, del mismo lado del pasillo que yo.

No llegué a oír lo que balbuceó el pobre tipo. El policía se decidió, un tanto tardíamente a entrar en acción. Agarró del hombro al matón y le gritó al chofer que parara el ómnibus. Gritos de de protesta del malandro: “ ¡a mi no me toqués hijo de puta!” pero el policía con una habilidad que no le hacía juego con la cara, le giró el brazo hacia la espalda, se puso detrás de él y lo encaminó hacia la puerta que estaba a no más de tres pasos más adelante mientras el ómnibus se detenía lento con chillidos de perro lastimado.

El delincuente berreaba con sorprendente volumen reclamando que lo soltara, que le estaba lastimando el hombro. Tal vez fue por los gritos, o quien sabe si no fue por la inexperiencia el agente descuidó sus espaldas y en menos tiempo del que lleva contarlo, otro de los tipos estrelló una botella de cerveza llena contra la nuca del policía que cayó redondo en el pasillo sangrando como un cerdo.

El ruido del golpe sonó parecido al sonido de una alfombra golpeada con una barra de hierro y la botella no se rompió.

El que había sido por unos segundos prisionero, se dio vuelta con notable velocidad, si tomamos en cuenta su estado, y pateó cuatro o cinco veces la cabeza del policía inerte. El guarda le gritó al chofer que parara y abriera las puertas en el mismo instante en que la botella de cerveza le pasaba volando a milímetros la sien izquierda e iba a estrellarse contra el parabrisas. “¡Nada de parar gallego hijo de puta!”- gritó el que había lanzado la botella.

Me quedé completamente paralizado mirando como el parabrisas del coche se desintegraba en poliedros minúsculos mientras la botella caía enterita, sin romperse sobre el tablero. Rodó indecisa hacia delante y hacia atrás y se detuvo en el reborde plástico. La dureza de ese envase era una cosa de locos. La chica de las Trineo ya no fingía que dormía. Nadie fingía ya indiferencia o sueño, supongo que porque todos sabíamos que no serviría de nada.

El tiro le entró al guarda por el cuello y el chorro de sangre salió hacia el techo, rebotó y bañó literalmente a la enfermera del saquito azul que estaba sentada a su lado. Ella se paró, tal vez por puro instinto profesional para atender al guarda y la bala le entró en medio de los omóplatos, un poco más arriba de donde los puntos salidos nos contaban de su pobreza.

“¡Tomá por alcahueta y porque te conozco del Dispensario y sos flor de hija de puta!” llegué a escuchar entre los gritos de los pasajeros que habían pasado del interés al pánico sin estaciones intermedias.

El chofer llevó el coche hacia la banquina y el que tenía el revolver que había sido del policía vencido, saltó sobre el agente tirado patinando sobre la gorra empapada en sangre, se recuperó asiéndose como pudo de los pasamanos justo cuando parecía que iba a salir volando por la venta como Súperman, llegó trastabillando hasta el frente y encañonó al chofer apoyándole el revólver en la sien.

–“¡No parés gallego!, si parás sos boleta, el tercer cuetazo lo tengo reservado para vos ”-

El conductor, pálido como la mortaja de un niño, encaminó el ómnibus otra vez hacia el pavimento de Simón Martínez. Le metió los cuatro cambios en treinta metros, cosa que debió hacer seguramente por primera vez en su vida. Curiosamente y con lamentable sentido del humor, pensé que ni siquiera me imaginaba que estos ómnibus tuvieran cuarta y menos que pudieran andar a más de 30.

Sin miramiento ninguno, despojaron del cinturón con balas al policía que aún permanecía inconciente y lo tiraron afuera por la puerta de atrás. Por la de adelante arrojaron fuera al guarda, no antes de haberle sacado la billetera del bolsillo izquierdo del saco gris, y a la enfermera a la que no le sacaron nada. Estos dos ya estaban muertos pero el policía murió en esa caída según se supo después.

El del revólver que había ascendido automáticamente a mandamás por la sola posesión del arma vino hasta donde estaba yo y agarró por el hombro a Trineo. La paró de un tirón y la empujó hacia atrás sin siquiera mirarla mientras me apuntaba directamente a la cabeza.

-¡Vo gil, parate y poné “espreso”!, apurate o te quemo. Y no hagás giladas o terminás afuera con los otros.-

Me paré. Mi cerebro trataba de traducir lo que mis oídos habían escuchado. No estaba seguro de lo que había oído debido al pánico que sentía. Por los gestos del tipo con el revólver, interpreté que tenía que ir hacia el frente, el único camino que me dejaba libre el energúmeno armado.
Mientras elucubraba que era lo que me habría pedido el tipo a la vez que me cuidaba de no efectuar ningún gesto que le resultara amenazante, volví a prestar atención al los sonidos que venían del fondo, donde el obrero de la construcción que había querido apaciguar, parecía estar recibiendo una tremenda paliza.
Llegué adelante aún sin saber que mierda tenía que hacer cuando el chofer me tiró un cable.

-La manija de la izquierda es la que cambia los destinos.- me dijo y ahí entendí- Tres o cuatro hacia arriba está el de “Expreso” –

Le di unas vueltas a la manivela que pesaba más que la cortina metálica del banco.

-¡Levante la tapa, hombre, sino no va a ver cuando llegué al cartel.-

Levanté la tapa. Me puse en puntas de pie pero igual no llegaba a leer los sucesivos destinos que iban desfilando. –Párese ahí.- me dijo el chofer señalando la parte derecha del tablero, donde aún dormía bamboleándose como un niño en una cuna, la invicta botella de cerveza. Con miedo a salir por el hueco que dejó el parabrisas destruido por el botellazo, me paré sujetándome como pude y fui leyendo los carteles que iban ascendiendo a medida que giraba la manivela: “Cibils y la Boyada” “Punta de Rieles”, “ Ciudadela”; el de “Expreso” parecía no llegar más, “ Hipódromo”, “Punta Gorda” y al fin, “Expreso”.

Cerré la tapa. Bajé. Me di vuelta y miré al muchacho armado esperando nuevas instrucciones.
El tipo me hizo un gesto con la cabeza ordenándome volver a mi asiento. Agradecí a Dios silenciosamente por la doble suerte, la de que me dejara en paz y la de que no me hubiera hablado. Su aliento olía a vino mezclado con cerveza y vómito.

Empezaba a dolerme la cabeza por los gritos y la adrenalina. Las sienes me latían sordamente y sentía en la boca la saliva salada y con un sabor amargo y cobrizo. El sabor del miedo, entonces lo supe y aún hoy lo sigo sabiendo, aunque espero no tener que degustarlo nunca más en lo que me quede de vida.

Los gritos eran de una magnitud que por más que quiera no puedo narrar. Al olor del alcohol y el tabaco, se le sumaba otro que se parecía sospechosamente al de la mierda. Supuse y luego confirmé, que a más de uno se le habían aflojado los esfínteres.

Trineo estaba sentada en los escalones de la puerta de atrás. La vi antes de llegar a mi asiento, ahora tan solitario sin su aliento a escuelita. Se mecía de atrás hacia delante con los brazos enroscados alrededor de las rodillas, el cabello castaño le llovía hacia la frente y le cubría el rostro como las ramas de un sauce llorón. No gritaba.

En el otro asiento de los bobos trasero, frente al obrero desmayado, que tenía el rostro entumecido por los golpes y la pechera de la camisa de trabajo completamente roja y brillante de sangre fresca, vi, por primera vez, a la Abuelita Inés.
Tampoco gritaba. Estaba silenciosa como un sepulcro un lunes de mañana. Tenía el pelo completamente blanco sujeto en un moño con un rodete de red de esos que hace añares no se ven más. Se abrigaba con un saco negro de lana que tenía bolsillos con tapas. Las rodillas juntas y en la falda, una bolsa de la confitería Lion D’Or. En el cuello un collar demasiado ostentoso como para no ser de fantasía, en el brazo izquierdo, enroscada como una serpiente amistosa, una bolsa de mandados de aquellas hechas con una especie de red de nylon a las que se les llamaba “chismosas”. Dentro de ésta, un monedero negro y un paraguas chiquitito de color verde oliva. ¿Ya comenté que son increíbles los detalles que te hace percibir el miedo? Juro que en ese momento no la miré más de un segundo... dos a lo sumo, pero la altivez de su inmutable silencio me hizo pensar en una ajada estatua griega.

En ese momento, el del revólver disparó un tiro hacia fuera por una ventanilla. Durante un instante, los gritos de los pasajeros aumentaron de magnitud cosa que me pareció francamente imposible. El ómnibus se desvió notoriamente hacia la senda opuesta balanceándose como una canoa. Los elásticos se quejaron ostensiblemente. Al momento retomó su curso. El delincuente del revólver gritó:

-¡A callarse carajo! ¡Al que siga gritando lo cago de un cuetazo y vos gallego de mierda, no te hagás el loco!.

La orden fue obedecida por todos, con la única excepción de una señora entrada en kilos y en años, de pelo enrulado y mofletes rubicundos por los que corrían dos arroyos de lágrimas bordeados por oscuras barrancas de rimel.
Estaba sentada directamente a mi izquierda al otro lado del pasillo. Sus senos se agitaban violentamente al compás de sus alaridos como dos volcanes a punto de entrar en erupción. Toda ella parecía de gelatina y estoy seguro de que le temblaban hasta las uñas.

El del revólver le apuntó directamente al valle poco profundo que se adivinaba entre los volcanes, y todos pensamos que iba a matarla. Pero el tipo cambió de opinión, tal vez pensando en toda la sangre que debía tener la gorda adentro, y optó por cambiar de mano el arma y pegarle terrible cachetazo. La bofetada sonó más fuerte que los balazos y fue casi igual de efectiva para silenciarla.
Dos lágrimas cruzaron raudas el pasillo impulsadas por el sopapo y cayeron mansas en el asiento de al lado al mío, donde se sentaba la ausencia de Trineo. Una tercera, me cayó en la pierna izquierda dejándome una aureola de rimel que nunca más pude eliminar de ese pantalón beige. La pobre mujer logró sacar algo de autocontrol de alguna parte, puso mute, como diría mi nieto y se limitó a seguir llorando en silencio sin abandonar sus temblores de flan recién hecho.

Con el coche en silencio, dos de los malandras se dedicaron a pasar la gorra y despojar a todos los pasajeros de cuanta cosa de valor pudieran tener. Usaron la bolsa del Lion D’Or de la Abuelita Inés a la que se la pidieron hasta con cierta inconcebible cortesía.

-¡A ver, deme esa bolsa abuela!-

Me llegó el ruido de papel mientras la mujer sacaba de la bolsa lo que fuera que en ella llevaba.

El del revólver volvió hacia el frente y le exigió al chofer que diera la vuelta y volviera como hacia el centro. El conductor le dijo que tenía que encontrar una bocacalle, que no abundaban en esa zona, o una entrada particular para poder maniobrar, que el ancho de la calle no le daba para girar así nomás. El delincuente lo conminó a apurarse. No faltaba mucho para Lecocq y fue recién ahí donde el tipo pudo dar la vuelta.

Sólo se oía el ronronear del motor del ómnibus y los chillidos de gata en celo de las ventanillas. Los facinerosos, que eran siete, se repartían el botín obtenido de los pasajeros y la recaudación del coche. Sonaban como un picnic mientras se pasaban entre ellos anillos, alhajas, dinero y relojes. El mío era un Aguila que me había salido unos cuantos pesos y obviamente no pude recuperarlo.

El Jefe fue otra vez hasta el chofer, le golpeó la cabeza suave con el caño del arma y le dijo.
-¡Doblá en la que viene Gallego, que si te portás bien no le voy a decir a nadie que te cagaste en los pantalones!-

La barra del fondo celebró la ocurrencia. Uno de ellos gritó.

-¡No es el único que se cagó, acá hiede peor que la boca de mi suegra!-

Más carcajadas. Un pasajero flaco como una caña, se rió también. Tal vez para hacerse el simpático con los malandras o en una de esas, de los nervios nomás. La gorda que lloraba, levantó la cabeza y lo fulminó con una mirada de asco. El tipo, agachó la suya por un momento, volvió a levantarla y dirigió su mirada hacia la ventanilla.

Otro de los rufianes propuso deshacerse de la mierda empezando por el que quería ir a la comisaría. Los demás estuvieron de acuerdo y el caudillo de la barra le ordenó al chofer que acelerara todo lo que pudiera y abriera la puerta de atrás

Este obedeció inmediatamente. Entre dos agarraron al obrero desmayado de las axilas y lo arrastraron hasta la puerta.

. “Tenemos que ahorrar chumbos” comentó el del revólver a sus secuaces, “quien sabe cuantos vamo a necesitar”.

El coche ya iba como a setenta. La puerta estaba lista, pero Trineo aún seguía meciéndose sentada en los escalones. Uno de los tipos le gritó que saliera de ahí estúpida de mierda. Ella pareció no escucharlo. Parecía no escuchar absolutamente nada. Sólo se siguió meciendo envuelta en su manta de cabellos castaños y su hálito de frutas joviales.

De atrás del todo se acercó uno de los tipos. Alto, como de un metro ochenta, vestido con una campera negra con el escudo de Peñarol.
Tenía un rostro de pómulos salientes, ojos achinados y una sonrisa asesina y demente en la que habían algunas piezas ausentes.
Se puso detrás de Trineo, se colgó del pasamanos, se balanceó hacia atrás, hacia la plataforma donde aún dormía el bolso del policía y concentrado como un atleta que pugna por una medalla olímpica. Con ambos pies simultáneamente, le pateó la nuca a Trineo, que salió volando por la puerta, inerte como una muñeca de trapo yendo a caer entre cardos y piedras de esas, que desmenuzadas se usan como pedregullo. Juro que vi como rebotaba con la cabeza y daba una vuelta entera por el aire seguida esta vez por una estela de sangre, para caer sobre un alambrado del que quedó colgando boca abajo como una alfombra vieja.
Era completamente obvio que estaba muerta.

No tuve el valor para hacer otra cosa que esconder la cara entre las manos. El remordimiento de no haber intentado nada, me pesa hasta hoy y me seguirá pesando durante los diez minutos previos al sueño, por todos los días de mi vida.

No vi cuando tiraron al obrero. Seguía con la cara entre las manos llorando, temblando, hecho gelatina por afuera y por adentro, peor aún que la gorda del otro lado del pasillo.

Durante un rato, presté poca y ninguna atención a lo que sucedía a mi alrededor. La muerte de Trineo me había matado un poco a mi también. No tenía siquiera rabia, tan sólo pena, una pena inmensa como un océano. El ómnibus llegó a una calle asfaltada, lo hicieron doblar hacia la derecha, creo, otra vez a la izquierda, otra vez a la derecha por un camino de tierra rodeado de viñedos. Cuando saqué el rostro de entre mis manos y miré hacia el frente, se veía el Río de la Plata allá a lo lejos, al final de una prolongada bajada. Desde atrás se oyó una voz inconfundiblemente anciana, débil, quejumbrosa y más que nada, servil. En el silencio de tumba, sus palabras me llegaron claras y me inundaron de rabia.

-Muchachos, ¿no quieren comerse unas masitas? Eran para mis nietos pero creo que se van a echar a perder antes de que se las pueda dar y ustedes se la han pasado tomando con el estómago vacío.-

Me dio tanta rabia el servilismo de esa voz que estuve a punto de pararme para insultar a la dueña de la garganta de la que emanaba. De gritarle ¡Vieja de mierda! ¿No vio como mataron a Trineo? Mi cobardía jugó una brevísima pulseada con mi bronca y ganó por goleada. Me quedé callado.

Los tipos parecieron aceptar encantados la invitación. Ruido de papeles rasgados. Otra vez la voz de la vieja, está vez algo más firme.

-¡Momentito! ¡Yo reparto!-

Me di vuelta justo para ver como los infelices, mansitos como corderos dejaron que la vieja les repartiera las masitas igual que si fuera la azafata del Arca de Noe.

Las masas desaparecieron en menos tiempo del que me lleva escribirlo. Más ruido de botellas. Uno la convidó con cerveza, pero la vieja pasó del convite alegando que le encantaba pero le subía el ácido úrico

Dos minutos después, no más de eso, todos empezamos a oír unos quejidos de dolor provenientes sin duda, de los energúmenos del fondo. Al principio todos fingimos ser sordos. Ninguno tenía ganas de ser el receptor de la próxima bala. Después de un minuto, no pude resistir la tentación y me di vuelta justo a tiempo para ver como el del revólver caía al piso entre intensos retortijones. El arma rodó de canto como una moneda y cayó cerca de los escalones donde había estado sentada Trineo.

-¡Qué mierda nos diste vieja hija de pu...?- Pregunto o gritó o intentó gritar, el flaco que había empujado a Trineo. Su voz era toda agonía y la frase se quedó colgando inconclusa de sus labios. Por la comisura de estos, le resbalaba un hilo de baba que me pareció azulado. Otros ayes de dolor. El que había pateado a Trineo, llamaba a su mamá pero cada vez con menos entusiasmo.
Otro se metía en vano, los dedos en la garganta buscando el vómito salvador.

Tenía puesto mi reloj, y la esfera estaba prácticamente entre sus dientes. Aún sabiendo que el tipo estaba indefenso, no tuve el más mínimo entusiasmo por ir a recuperarlo.

Temblaba como una hoja y se contraía apretándose con la otra mano, el vientre que me pareció al menos, estaba terriblemente hinchado.
El chofer comenzó a aminorar la marcha desayunándose de que podía estar terminando la pesadilla. Algunos de los pasajeros hacían como que no se daban cuenta de nada, pero otros lanzaban fugaces miradas hacia el fondo del coche.

La vieja no contestó enseguida la pregunta que le formuló el del arma, que por otra parte ya no esperaba ni la respuesta ni ninguna otra cosa. Se levantó tambaleándose un poco , fue hasta la puerta, se agachó y agarró el revolver.

Lo tiró por la ventanilla de la plataforma.

-Masitas con veneno para ratas Unirat.- contestó repentinamente como si recién hubiera escuchado la pregunta. -¿Estaban ricas?-

Uno de los tipos, el último que parecía con algo de fuerzas, intentó lanzársele encima, pero cayó sobre el ex jefe lanzando un espantoso aullido de dolor que me erizó todos los vellos del cuerpo, empezó a temblar como si lo hubieran enchufado a 220, se arqueó hacia atrás como haciendo “el puente”, volvió a recuperar la horizontalidad y se quedó quieto como un maniquí, sólo que mucho más pálido.

“Movió la cola una vez, dos veces y cayó muerto” dijo la viejita con un sarcasmo que congelaba la sangre dentro de las venas.

Eso fue todo.

Tres minutos después, los siete estaban inconcientes o muertos, condiciones que en definitiva se parecen mucho. La inconciencia, según mi forma de ver, es una especie de muerte transitoria. La muerte, la inconciencia definitiva.

El chofer arrimó el bus a la banquina. Lo paró, se levantó y fue hasta el fondo. Miraba el espectáculo de los matones tirados con los ojos del tamaño de platitos de café.

-¿Y ahora?- Se preguntó y nos preguntó a todos, pero creo que especialmente a la Abuelita Inés.

La Abuelita contestó inmediatamente con una voz sorprendentemente firme, irreconocible para quien la hubiera escuchado diez minutos antes.

-Hay que deshacerse de estos tipos, quemar el ómnibus con ellos adentro estaría macanudo.-

-¿Pero por qué?- preguntó el chofer.

-Porque.- contestó pacientemente la vieja como quien le explica un concepto difícil a un nieto algo lerdo.- tenemos siete envenenados con Unirat y una vieja, que vendría a se yo, que los envenenó.-

-¡Pero si oshté nos salvó a todos! ¡Le debemos la vida!, ¿Quién la va a condenar?- Preguntó el gallego sin caer en cuenta aún de la gravedad de la situación.

La Abuelita Inés no perdió la paciencia.

-¿Y no se le ocurre a usted que la policía querrá saber porque llevaba yo masitas envenenadas?-

-¿Y por qué las llevaba?- Preguntó el conductor con cara de estar empezando a iluminarse.

-Para matar a toda mi familia.- contestó la Abuelita Inés con sobrenatural naturalidad. – Mi nuera los puso a todos contra mi, incluso a Ignacio, mi único hijo, a mis tres nietos,... hasta su perro me odia y yo... su voz pareció quebrarse, y yo- repitió... se quedó callada.-

-¿Y los iba a envenenar así nomás?-

-Sí,- La anciana pareció recuperarse. - Pero ahora que se frustró, no quiero que se enteren, quiero que mis nietos me recuerden como la mujer que murió en el ómnibus asaltado, después de todo, dicen que la muerte nos hace a todos buenos y en ese sentido, es mi única oportunidad.-

-Oiga- Dijo el chofer. ¿Y por qué usté se va a morir? No lo comprendo.-

-Por dos motivos, uno, que si los únicos cuerpos calcinados que aparecen fueran los de esos degenerados de ahí, la policía seguro sospecharía que hay gato encerrado y dos, ya no podría matar ni siquiera a mi nuera después de ver tanta muerte. Y tampoco puedo seguir viviendo con esta angustia inmensa.- dijo y antes de que nadie pudiera detenerla, se zampó dos cañones de dulce de leche que se había guardado en los bolsillos. Los engulló con las mismas ganas con que un hambriento náufrago recién rescatado, probaría su primer bocado.

En vano quisieron abrirle la boca para meterle los dedos en la garganta y hacerla vomitar. Cerró las mandíbulas tan firmemente que ni con una palanca hubieran podido separárselas. Después de un momento de lucha, los que querían hacerlo se dieron cuenta de que era inútil.

No duró ni un minuto más. Ya en las puertas de la muerte, abrió la boca para decir con el último hilo de voz que la ataba a la vida:

-Soy Inés Montero Mirazo, nací en la Quinta Sección de Treinta y tres el 6 de julio de 1908.-

Fueron sus últimas palabras. Tuvo aún la fuerza suficiente como para no arquearse, ni gritar, ni hacer ningún tipo de aspaviento.

Murió con la dignidad serena de los héroes.

Quemamos el ómnibus junto con los cuerpos.

La policía escarbó, interrogó y preguntó, pero todos nos habíamos jurado respetar el último deseo de la asesina que nos había salvado la vida.

En cuanto termine de escribir esto, o sea ahora, me vestiré con mi traje negro y mi mejor corbata.

Tengo una cita puntual todos los años, desde hace veinticinco años en el Cementerio del Buceo.

Todos los que en ese día nefasto nacimos nuevamente, nos hicimos una promesa más y la cumplimos.

Es por eso que en el sepulcro de la Abuelita Inés, nunca faltaron las flores.



[1] Ya se que Villegas no trabajaba los domingos, pero esto es un cuento no una reseña histórica. Eso sí, lo de la “s” de “zapato” es estrictamente cierto. Se notaba que el informativista estaba hojeando el diario en busca de algún texto perdido y hacía esos comentarios a los efectos de matizar la espera de los oyentes.


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Lazos de sangre

Se levantó a las cinco y diez y con la luz apagada para no despertar a Yolanda, tanteó el suelo con los pies ansiosos en búsqueda de las alpargatas que usaba habitualmente para desplazarse desde el baño hasta la cama. La señal que le envió su pié izquierdo, demoró algo más de lo debido en llegar a su cerebro embrutecido aún en la penumbra del sueño. Más aún, demoró éste en interpretarla. Para cuando lo hizo, ya tenía ambos pies calzados y caminaba hacia al baño con andar de borracho, cortando por instinto la oscuridad intensa del dormitorio.
Algo le había mojado el pie izquierdo. ¿Se me habrá caído el vaso de agua? Consideró por un momento la posibilidad antes de desecharla. El vaso de agua estaba en la mesa de luz de su mujer desde hacía una semana, cuando se le hizo trizas el vidrio que recubría la suya, sin motivo ni razón. Sólo apareció estrellado en quinientos pedazos el jueves de tarde, provocándole un extraño pánico. Ahora mientras faltan menos de tres pasos para llegar a la puerta del baño, recuerda que al ver las viejas fotos familiares que habitualmente descansaban en paz bajo una lápida de cuatro milímetros de cristal levemente ahumado y ahora cuasi pulverizado, se sintió espantado, invadido por una especie de pánico onírico. Su pasado, buena parte de él, parecía haberse resquebrajado y las caras de las fotos, parecían embargadas de una inhumana amargura contagiosa, bajo las minúsculas y múltiples luces y sombras provocadas por los trozos de vidrio. El Viejo, muerto hacía cinco años, parecía hacerle guiñadas ominosas a medida que el ángulo de incidencia de la luz, se alteraba con el suave ondular de la cortina.
Llegó al baño, encendió la luz y los fluorescentes le deslumbraron como a quien mira un relámpago inusualmente luminoso. Entornó los ojos. Se sentó mecánicamente en el inodoro, sacó el pie izquierdo del recinto negro de la alpargata y lo miró con intranquilidad creciente. La planta estaba cubierta de sangre.
Un tanto asqueado, metió el pié dentro de del duchero, a la vez que se remangaba el pantalón del pijama. Consideró vagamente bañarse ya que estaba pero descartó la idea. Prefería investigar primero la magnitud de la herida, aún antes de preguntarse como se la había provocado. Con la ducha de mano, lavó cuidadosamente el pié usando agua fría que se supone, detiene las hemorragias. El límpido recuerdo de su abuela, lavándole el pulgar de la mano derecha, cuya yema se había herido mientras preparaba un teléfono construido con latas y cordón, desfiló por su mente con la fugacidad de una antigua película en blanco y negro. (“Una cinta”, corrigió su mente, en esa época las películas eran “cintas”), No discutió con su mente. No era la mejor hora para eso. Con retraso, le llegó la banda sonora. “Las heridas se lavan con agua fría Manuel, el agua fría detiene las hemorragias” decía su abuela desde cuarenta y nueve años atrás. La voz de su abuela le sonó tan límpida en la cabeza, que casi se da vuelta para ver si ella estaba parada detrás de él, con su olor a tomillo, sudor y Agua de Colonia Polyana. No había abuela, por supuesto, pero tampoco había herida y eso no era supuesto alguno. ¿De dónde había salido esa sangre? Por las dudas, se sentó otra vez en el water y se miró el pié más detenidamente y tan de cerca como se lo permitieron las articulaciones de las caderas y las rodillas. Ahí decididamente no había nada. Nada excepto su pie blanco como la barriga de un pescado podrido y por suerte, no tan oloroso, aunque tampoco exento de un cierto tufillo que le hizo decidirse a bañarse... después de haber investigado debidamente la fuente de esa sangre. Su pié se rehusó decididamente a introducirse de nuevo en la alpargata. Él estuvo de acuerdo en que sería un asco y agarrando ambas alpargatas por la tela del talón, se dispuso a tirarlas en el tacho de acero inoxidable con pedal para abrir la tapa, que su mujer insistía siempre, debía ser utilizado para arrojar dentro cualquier desecho sólido que no proviniera del interior de uno. Fue entonces cuando vio que la alpargata derecha, tenía empapada en sangre su suela de yute. Una gota de sangre se descolgó displicente de los bigotes del calzado y cayó al suelo de cerámica con un audible “¡ploc!” que sonó amplificado en el silencio del asombro. Otra gota y otra más. “¡ploc!, ¡plic!” Esto amenazaba con convertirse en una cascada. Con presurosa torpeza, lanzó las alpargatas dentro del tacho en el que cayeron con un ruido de animal herido de muerte. La tapa del tacho cayó demasiado rápido y con decidido estruendo. Puteó bajito y maquinalmente miró hacia el suelo buscando las huellas que debió dejar en el trayecto a la vez que se lamentaba de tener que limpiarlas antes de salir para el trabajo. Tenía una torta de tareas pendientes esa mañana y llegar tarde a la fábrica le complicaría las cosas. Pero bien mirado, las cosas ya estaban complicadas de entrada, así que la llegada tarde en todo caso, no sería más que la continuación natural de los sucesos de esa madrugada extraña.
Se quedó helado y cualquier preocupación por llegar tarde a raíz de la obligatoria limpieza del suelo ensangrentado, se disipó mágicamente dejando paso a una preocupación de índole completamente distinta, porque el suelo que había pisado estaba impecablemente limpio.

Se sintió como si le hubieran metido la nuca en un freezer y las rodillas en una trituradora. La irrealidad le obligó a agarrase del toallero para evitar irse al piso. Por tercera vez, inodorizó, pero esta vez su descenso no fue a velocidad controlada, por lo que impactó contra la tapa del inodoro con tanta fuerza que sintió como el plástico se desgarraba y cedía. Reaccionó con suficiente rapidez como para evitar ser engullido por el sanitario y seguramente se salvó de clavarse alguna astilla de filoso plástico en los glúteos. Levantó la tapa hecha andrajos y se sentó en el aro cuidando de no apoyar la espalda en los filosos dedos de plástico que sobresalían hambrientos y amenazantes como puñales color beige. Su mirada iba una y otra vez al suelo impecable mientras su mente le informaba que decididamente estaba trabajando demasiado o tomando demasiado o durmiendo demasiado poco o simplemente se había vuelto loco. Trató de ser racional. Si el piso está limpio, entonces la sangre es una alucinación. Si la sangre es real, la alucinación es el piso limpio, porque tenés que reconocer Manuelito, que las dos cosas juntas son imposibles, se argumentaba a si mismo sin convencerse en absoluto en un sentido u otro. La intensa luz del baño le daba a la escena un tinte de verosimilitud inapelable. No había penumbras donde pudiera cobijarse una duda. Las sombras eran tajantes como el borde de una mesa de cármica. Aquí luz, aquí sombra y entre ambas absolutamente nada. Un escenario dibujado con tinta china donde no había claroscuros en los que pudiera esconderse una alternativa a la locura. Como un sonámbulo que despertara repentinamente en medio de un lugar desconocido, giró la cabeza hacia todos lados buscando de que asirse. En el ángulo que formaba la pared a su espalda y la duchera donde aún goteaba esporádicamente la ducha de mano, se formaba un charco de sangre brillante y fresca que caía desde el lugar donde se insertaba el pedal de abrir el tacho de residuos. El olor metálico invadía el baño mientras la marejada en miniatura invadía la siguiente baldosa con firme parsimonia. Miró incrédulo la mancha como quien pretende exorcizar un espíritu maligno con un frasco de agua bendita y un Padrenuestro. Vio su propio rostro desencajado reflejado en la mancha que con apacible firmeza se expandía y se extendía milímetro a milímetro. La visión de su propia cara le decidió. Le importó tres carajos que Yolanda se despertara, que los vecinos de abajo se preguntaran si acaso estaba corriendo carreras o emprendiendo un bizarro juego sexual a las cinco y media de la mañana. Todo carecía de importancia excepto salir de ese baño, alejarse de esa sangre salida de ninguna parte. La oleada del pánico ascendía rápidamente sumergiendo las últimas rocas de la razón en su mente. Como un loco, sin preocuparse de encender las luces, corrió hacia el dormitorio por un pasillo interminablemente largo. Corría y corría hacia la luz que pensó que provenía de la ventana al final del pasillo. Se preguntó fugazmente como era posible que ya hubiera amanecido pero no se molestó en esperar respuesta alguna, llegó al sembrado donde su hermano menor agonizaba con ambos pies amputados por los discos del arado donde un Manuel de 14 años increíblemente joven, increíblemente asustado y pálido, sentado en el tractor medio volcado, juraba a su hermano que iría por ayuda, que aguantara mientras corría, corría, corría hacia la casa hasta darse cuenta de que le esperaba una paliza monumental por sacar el tractor sin permiso y poco a poco su loca carrera se transformaba en trote, en paso ligero, en paso simple en pausa, se detenía y vacilaba y perdía preciosos minutos buscando la manera de salvar a Beto sin que el viejo lo reventara a rebencazos, se daba vuelta sin querer, sin querer volvía junto a Beto y lo tranquilizaba, que ya vienen, no te preocupes, no es nada que ya vienen que es una suerte que no te haya cortado en rodajas maricón. Su hermano esbozó una sonrisa, una sonrisa macabra y enorme, Manuel, de 14 años, de 52 años insistió, que sí, fijate que te pudo cortar los huevos y quedabas capón como el Lucero, es una suerte, es una suerte, repetía sin ton ni son mientras Beto se reía con carcajadas breves y potentes que se asemejaban a estertores, es una suerte que la chapa del tiro de la caldera sólo le haya cortado los pies a su marido, Sra, dijó el médico del Banco de Seguros, porque pudo haberle llevado medio cuerpo. Dicen que rodó justo a tiempo pero no llegó a sacar los pies. Es una pena que estuviera de alpargatas y no con el calzado de seguridad, aunque probablemente eso no hubiera cambiado nada porque la chapa le cortó los pies a la altura de los tobillos. Pero es una macana por el seguro... En fin, quédese tranquila, ahora duerme como consecuencia del shock y de la anestesia. En cuanto se despierte vamos a hablar con él, habrá que decírselo con cautela, estas cosas son traumáticas. Pero se va a salvar y con prótesis adecuadas, en un año estará caminando. -¿Me entiende Señora Yolanda?- ¡Va a volver a caminar!-
Algunos no tienen esa suerte.




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