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La estupidez es el único veneno cuyo efecto mata a los sobrevivientes.

Se publican aquí las cuatro partes escritas hasta ahora del cuento largo "La Conspiración" una historia policial en medio de las peripecias del Tercer Mundo.




Capítulo 4: Todo lo que pueda ir mal...:

22.1.08

Un hombre desnudo

Cuando a Tomás finalmente le remataron la vieja casa de la familia en Malvín, pensó seriamente en el suicidio.
Definitivamente, ese fue el peor día de su vida. Peor aún que el del lanzamiento judicial. Peor que el día del despido, cuando con la cabeza gacha recorrió esos últimos metros entre el tarjetero y la puerta de entrada, entre compañeros que se hacían los pelotudos mirando para cualquier lado con tal de no enfrentarle los ojos. Una palmada en el hombro de Giménez, veloz y somera como una brisa de verano y la luz deslumbrante que apenas podían contener las hojas de los plátanos de la calle Yaguarón en su primer mañana como desocupado.

Fue al remate. Sara le pidió por favor que evitara darle ese sorbo a la amarga copa de veneno que la vida le servía, pero fue de todos modos. No ir hubiera sido una inadmisible claudicación.
Ver como unos tipos con caras de abogados felicitaban y palmeaban en la espalda a un gordito con aspecto perverso de especulador, que había ganado la puja, decididamente le retorció el hígado. Salió de la que había sido la casa de sus abuelos y sus padres, donde habían transcurrido los más felices días de la infancia deseando que el tiempo fuera un ocho por el que caminando y caminando hacia delante se pudiera volver atrás.
“Montevideo era verde y con tranvías” recitó de memoria recordando que en esa parte de Avenida Italia hubo plátanos antes del ensanche. Deseo que el boliche de la Viuda no hubiera sido cerrado y demolido, para poder tomarse una al pie del mostrador brindando con nadie por los tiempos finiquitados. Sin nada que hacer y sin el alivio que esperaba al saber que estaba firmemente parado en el fondo del pozo, caminó con pasos anodinos hasta El Volcán, otro boliche viejo pero mucho menos que el fenecido café de La Viuda.
Pidió un Espinillar y después otro mirando el tránsito deslizarse perezoso por Avenida Italia. En el colmo de la indefensión, extrañó los trolleys. Pidió la cuenta antes de que la nostalgia se le volviera totalmente incontrolable. Cuatro veteranos que jugaban al truco en una mesa del rincón más otro que orejeaba de afuera a través de la ventana con el termo firme bajo el brazo y el pucho en la comisura de los labios, le miraban con disimulada preocupación. Recién ahí se dio cuenta de que estaba llorando.
Fue al baño, se lavó la cara y como no encontró con que secarse, simplemente se pasó las manos sucesivamente por el rostro y el pelo. Era su viejo truco para salir a la vez seco y peinado. Su mujer lo denominaba “hacer el gato”. Salió del baño y se encaminó directamente a la puerta. Cruzó la avenida y cuando se perdió tras el tránsito, para los veteranos que jugaban, pasó a ser sólo un fantasma más en la cuidad. Dos minutos después tomaba el 64 hacia el centro.

Lo echaron de varias pensiones, una, dos tres veces y cada vez pareció que era el segundo peor día de su vida. En una se le quedaron con buena parte de las pocas pertenencias rescatadas del naufragio. Sus hijos, uno en España y el menor en Chile, trataban de ayudarlos con lo poco que podían, pero algunas veces, eso era bastante menos que lo necesario. Un par de veces, le tentaron para que se fuera con ellos, sobre todo Joaquín, el de España. Siempre declinó de la oferta. A pocos años de la edad jubilatoria, se sentía mucho más proclive a los finales que a los comienzos.

Mientras vivió en la pensión de la calle Vázquez, dio algunas clases particulares de matemáticas y de redacción comercial. Cuando tuvo que irse para la de Uruguay y Magallanes, ya no pudo dar clases. La dueña no lo permitía y cuando lo sorprendió en la pieza con dos chiquilines de trece y catorce años a los que les estaba enseñando sus primeros pasos con las ecuaciones de primer grado, le armó un escándalo tan grande, que ni siquiera se atrevió a reclamar el dinero por las horas de clase ya dadas. Ese día también fue muy jodido. Estuvo a punto de estrangular a la vieja de mierda que decía que su casa no era una escuela y que si la impositiva lo veía dando clases capaz que le cobraban a ella más impuestos y que se ha creído degenerado, con dos criaturas en una pieza, que fíjese si su mujer no está quien va a controlar lo que usted hace con ellos, todo seguido de una interminable cantinela de argumentos dispares.
Sintió que le sudaban las manos, que querían agarrotarse y agarrar del pescuezo a la vieja esa hasta que sacara la lengua y la lengua se le pusiera morada y los ojos vidriosos y el pulso definitivamente detenido para siempre jamás, amén. En lugar de eso ayudó a los chiquilines asombrados y tan asustados como divertidos por la situación, a juntar sus cuadernos y libros. Les acompañó hasta la puerta seguidos los tres por la granizada verbal de la patrona y les dijo que lo sentía, que no podía darles más clases y que no le debían nada. Luego salió a la calle y fue hasta el boliche de la esquina a hacer algo de tiempo hasta que amainara a tempestad. Tenía como para dos grapas y las hizo durar.
Para cuando recordó que había dejado la puerta de la pieza abierta, ya era demasiado tarde. El reloj que tenía sobre la mesa de estudio, así como los lentes de sol y tres o cuatro pertenencias ínfimas, habían desaparecido. Dudó entre denunciarle a la patrona su pérdida o no y se decidió por la segunda opción. De lo contrario hubiera tenido que aguantar otra perorata y además, hubiera sido completamente inútil. En esos lugares nunca nadie sabe nada. Más tarde descubrió que también le habían birlado la máquina de escribir portátil. Adiós posibles clases de mecanografía, otro de los rebusques que había considerado posible.

Pasó un año entero desde la nefasta mañana del remate. Durante su transcurso, eventualmente las cosas parecieron estabilizarse en el nivel mínimo de subsistencia. Tomás consiguió trabajo como sereno en un garaje y por la mañana daba algunas clases de ofimática en una academia de barrio. Sara por su parte cuidaba un par de criaturas bastante insoportables entre las cinco y media, cuando salían del Elbio donde las iba a buscar y las nueve de la noche, momento en que la mamá de los animalitos volvía bastante agobiada del trabajo. Le pagaban poco, pero aún ese poco alcanzaba para pagar la pensión.
Todavía tenían incontables deudas pero las iban pagando pesito a pesito. Muchas veces, toda la comida del día consistía en pan y mate dulce. O pan solo si se les acababa la garrafa. La pensión de Uruguay y Magallanes quedó atrás y se mudaron a otra algo más prolija cuya dueña era infinitamente menos insufrible que la de la anterior y la encargada, quien habitualmente estaba al frente del lugar, un verdadero tesoro, que más de una vez, con gesto cómplice, les arrimó algún bizcocho o una ollita de guiso si veía que las cosas andaban mal. Parafraseando a San Pablo, tenían alimento y techo. Con eso estaban satisfechos.

Una tarde bastante fría de principios del otoño, de esas en que todo Montevideo parece tapizado con las hojas muertas de los plátanos que todo niño junta para llevar a la escuela y hacer su correspondiente y consabida composición sobre el otoño, Tomás apreció en la pieza con una máquina de escribir portátil. No era la suya que nunca recuperó, sino una que consiguió en oferta en un negocio de la calle Tristán Narvaja. Era vieja, buena parte de las teclas estaban ilegibles y la “r” debía ser apretada con respetable violencia si se quería tener un resultado visible sobre el papel.
Sara le miró con gesto interrogativo. Tomás simplemente le dijo que se aburría demasiado en las largas noches del garaje y pensaba escribir algún cuento para distraerse. Además, le confesó, me salió seiscientos pesos, no es tanto, pero comprrala me dio la sensación de volver a recuperar algo de lo que hemos perdido, es como volver a empezar, no se explicártelo mejor.

-Si querés la devuelvo, el tipo me dijo que cualquier problema que tuviera se la llevara y la “r” no se ve muy bien a menos que le pegues con un fierro, o algo así,- le dijo a Sara tramposo, sabiendo desde ya cual sería la respuesta de su compañera.-

-No, no la devuelvas, por mi está bien, seiscientos pesos no nos van a cambiar la vida, en cambio, escribir puede ser una distracción para vos.- contestó ella, tal cual lo esperaba su marido.

-¿No querés que cuando junte unos pesitos más te compre una tele?, una chiquita para que te distraiga.-

-No, si ni miro cuando estoy en casa de Micaela. Se las dejo a los chiquilines para que se entretengan después de hacer los deberes y yo me pongo a leer algún libro. Es raro, cuando estábamos bien no podía pasar una hora con la tele apagada y ahora, ni me va ni me viene, más bien al contrario. Me parece... que se yo, estridente. Prefiero la radio.-

Esa noche se llevó la máquina al garaje, junto con un fajito de hojas oficio. Cuando el último cliente terminó de atravesar la puerta a eso de las doce y media, se sentó ante ella, colocó la hoja en blanco y se puso a escribir.

Todos los días escribía cinco o seis páginas. Llegó a escribir 12 durante una noche particularmente inspirada. Escribía lo que se le ocurría en el momento, sin disciplina ni planificación. Cuentos, crónicas de barrio, recuerdos, reflexiones y algún poema que estaba muy pero muy en deuda con Neruda o Vallejo. Cuando llegaba a casa a eso de las seis y media, y aún antes de desayunar, guardaba lo escrito en una carpeta que ponía debajo del colchón. Sara había conseguido trabajo en un salón de belleza hasta las cinco de la tarde. Por primera vez en casi dos años, no les faltaba comida ni gas donde calentarla.

No se veían mucho, excepto los fines de semana, cuando solían caminar por las viejas calles del Barrio Sur, o dar una larga caminata por la Rambla, o en una de esas, ir hasta el Parque Rodó donde se sentaban en el césped y merendaban como dos enamorados. En verano, caminaban hasta el Faro de Punta Carretas, se sentaban en el muelle y se quedaban de la mano a mirar ponerse el sol.

A través de Internet, Joaquín les preguntaba ocasionalmente porque no dejaban la pensión y se alquilaban una casita ahora que las cosas habían mejorado.

Ellos nunca supieron exactamente la razón para negarse. No se la podían explicar siquiera a si mismos, mucho menos a su hijo. Una tardecita de febrero, sentados en la escollera, él con una caña de pescar, ella cebando mates pacientes, tocaron el tema.

-¿Vos querés alquilar una casa Sarita?-

-No, no, de ninguna manera ¿Para qué si así estamos bien?-

-Pero podrías tener un jardín, tu propio baño, una cocina decente, yo que se... un lugar donde recibir gente.-

-¿Para recibir a quienes? ¿A esos amigos tuyos que cuando nos fue mal desaparecieron? ¿A esas amigas que no me consiguieron un trabajo ni de sirvienta?-

Tomás se quedó pensando. La abrazó, la miró y la volvió a abrazar, la besó como cuando eran novios. Recogió y volvió a tirar. En un tacho amarillo, dos corvinitas y una roncadera devolvían la luz del sol que menguaba y enrojecía en su tránsito hacia el horizonte. Esa noche irían a parar a la sartén.

Compraron un tinto embotellado en el 24 horas de Maldonado y Michelini y mientras cenaban ese sábado sentados frente a frente en una mesa que tres años atrás les hubiera avergonzado tener en la cocina, tomaron plena conciencia de la felicidad. Hicieron el amor con verdadero amor por primera vez quien sabe si en veinte años.

En Julio, Tomás mandó su primer novela a un concurso literario en España.

Tenía un fuerte tinte autobiográfico y hablaba de la felicidad de que las cosas no sean las dueñas de uno, sino al contrario.

Ganó y ganó por goleada. El jurado unánime le dio el primer premio.

Entrevistas en radio, viaje a Barcelona con todos los gastos pagos, regreso con gloria. Algunos viejos amigos los fueron a esperar a Carrasco.

Tomás se sentía radiante, reivindicado con la vida. El premio en metálico, era el equivalente a diez años del sueldo de ellos dos. Algunas viejas amigas de Sara les organizaron un pequeño homenaje.

Dudaron en aceptar.

-¿Iremos?- Le preguntó Sara a su marido fingiendo una ansiosa indiferencia.

-Vamos.- contestó su marido.- Hace tanto que no nos reunimos con gente.- añadió fingiendo una indecisión que estaba lejos de sentir. En realidad le interesaba menos que nada ir a reunirse con esa gente, no por tanto por el resentimiento que podía haber sentido en su momento por el abandono en que los dejaron cuando las cosas rodaron mal, resentimiento que mal o bien poco a poco iba quedando atrás como un mal sueño, sino más bien por cierto avergonzado desprecio hacia la vanalidad de las antiguas amigas de su mujer, a las que recordaba como un hato de cotorras preocupadas por despellejar a la que tuviera la desdicha de faltar a la reunión.

Sara, con una sonrisa nerviosa, asintió agradecida y un tanto confundida.

La reunión no estuvo tan mal. Las amigas de Sara omitieron escrupulosamente cualquier referencia a los últimos tres años. Elogiaron debidamente al escritor y prometieron alcanzarle los ejemplares para que los dedicara ni bien la novela se publicara en el país. Comieron canapés y tomaron clericó elaborado con vino del bueno. Volvieron a la pensión a las cuatro de la mañana y en lugar de dormir, se quedaron en la cama conversando, exhaustos y felices con el giro que habían tomado las cosas. Con el último despojo de la vigilia, acordaron alquilar un apartamentito.

Noviembre voló como una golondrina dando paso a un diciembre que se vestía con sus mejores galas veraniegas. En el apartamento de San José y Convención, Sara y Tomás preparaban las valijas para ir a veranear a un chalet que habían arrendado en Punta Fría. Tenían ya prontas cinco y aún le quedaba sobre la cama ropa como para llenar por lo menos dos más.

Eran poco más de las siete de la tarde pero no tenían apuro. Aún restaba una hora y media de sol por lo menos y a Tomás le encantaba manejar por la noche. En la tevé, Vázquez Melo, con un camello de peluche en una mano, un mantel a cuadros en la cabeza y señalando el mapa meteorológico con una banana, anunciaba un diciembre espectacularmente seco y caluroso. Ideal para la playa.

Sara no sabía donde meter el sombrero que se había comprado especialmente para la ocasión. Tomás le sugirió que lo llevara puesto y ella le aconsejó maternalmente que no fuera tarado, que como iba a salir de sombrero de noche. ¿Querés que las vecinas piensen que estoy loca?

A las diez de la noche, sacaron el coche de el garaje. El sereno los saludó con la gentileza de siempre y Tomás rebuscando en el bolsillo del saco, encontró entre la pelusa y alguna hebra de tabaco, una moneda de cinco pesos. Se la dio deseándole feliz navidad.

Sara le reprochó el haber sido tacaño y su marido, por toda respuesta se encogió de hombros mientras tomaba prudentemente la rampa de ascenso hacia la calle. Ella se encogió de hombros a su vez y encendió la radio.

La camioneta Ford iba atiborrada de pertenencias. El sombrero de Sara cabalgaba sobre bolsos y valijas medio enganchado en el lente de la cámara de fotos que se recostaba precariamente sobre el DVD portátil.

Tomaron San José hacia fuera y se perdieron en el tráfico.

En el apartamento prolijamente desnudo de los objetos más personales del matrimonio, sólo quedaban los muebles y las cosas prescindibles.

Levemente matizada por el polvo del día, la máquina de escribir de Tomás reinaba silenciosa en la oscuridad y el silencio del comedor, como una reliquia inútil entre los enseres olvidados.



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