Novedades.


La estupidez es el único veneno cuyo efecto mata a los sobrevivientes.

Se publican aquí las cuatro partes escritas hasta ahora del cuento largo "La Conspiración" una historia policial en medio de las peripecias del Tercer Mundo.




Capítulo 4: Todo lo que pueda ir mal...:

11.2.11

Mejor dejá III Elección equivocada

Uno


“Bueno, a la larga me acostumbraré a esto como me acostumbro a todo” pensó Anamaría una vez que hubo caído en cuenta de que, como siempre, había entrado a la casa como una tromba, tirado la cartera de cualquier manera sobre el sofá y pisado el freno recién cuando entraba a la cocina dispuesta a prepararse un café antes de emprender esa rápida y superficial limpieza que durante sus cinco años de matrimonio había llevado a cabo de lunes a viernes.
“Ex matrimonio”- sonrió para si misma con un gesto agrio que corroboraba la sospecha que en el fondo tenía, de que buena parte de la culpa de su debacle conyugal era suya- La costumbre es cosa difícil de vencer y durante aquellos años llegaba siempre derecho a limpiar en el breve ínterin de una hora que mediaba entre su llegada a casa y la de su marido. Abnegación que ahora le parecía completamente idiota  y que en definitiva no había servido de nada, pero cuyos resabios amargos le seguían ofreciendo una bienvenida desdichada cada vez que llegaba a casa.

Moderado el ritmo, volvió por su cartera y la llevó al dormitorio, otra vieja costumbre que se prolongaba como la cola del barrilete ido de su antigua vida, que la obligaba inútilmente a atravesar la casa entera cada vez que necesitaba buscar su agenda o ponerse el colirio que la ayudaba a soportar los embates de los plátanos en esa primavera.

Al pasar junto al contestador, vio que parpadeaba la luz advirtiéndole que un mensaje había quedado grabado en el microcasette. Una punzada de algo que si no era miedo se le parecía lo suficiente, le estranguló los nervios del estómago. Desde siempre le había temido a los mensajes grabados. No sabía porque. Era un miedo irracional a que un día, al pulsar el botón de "play", se encontrara con un mensaje desagradable, tétrico, definitivo.  En el fondo no se trataba más que de su propia repulsión a hablarle a una máquina, que proyectada hacia los demás, le hacía considerar que cualquier ser humano capaz de enfrentarse al silencio que inmediatamente después del pitido, aguarda impaciente las palabras que una nunca encuentra donde debe, seguramente estaría motivado por razones urgentes y ciertamente aterradoras. Someterse a la escucha de los mensajes, era para Ana María, algo así como tener que responder a esa llamada inesperada que te arranca del sueño a las tres de la mañana presumiblemente para anunciarte una muerte.

Pulsó la tecla correcta con un dedo vacilante. Inmediatamente la castiza voz del aparato le anunció desde algún estudio de grabación situado quien sabe en que parte de España: "Tienes un mensaje nuevo..."

A continuación, un chasquido electrónico que sonaba como el propietario de la voz en el contestador, estuviera insertando una clavija dentro de su respectivo conector en una consola enorme llena de agujeros y luces, luego el mensaje en cuestión.

"-Señora ¿Está bien? ¿Está bien? Señora.. señora,.." - insistente llamaba dos o tres veces más a una señora desconocida, la voz de un hombre al que jamás había oído antes en su vida- luego el click que daba por terminada la grabación.

La contestadora preguntó amablemente a Ana María si quería escuchar el mensaje nuevamente y sin amabilidad alguna, ella colgó el teléfono con la brusquedad de quien suelta un instrumento desagradable y potencialmente peligroso como un puñal homicida o una trampa para ratas manchada de sangre.

Intranquila volvió por el café cuyo aroma feliz, se expandía por la vieja casa como la presencia de un fantasma amable.

Dos


A eso de las once de la noche, extenuada de soledad y basura televisiva, Ana María se desperezó de una forma tan ostentosa y expresiva que hizo avergonzarse en la tumba a los huesos de su madre.
Desde el divorcio, los huesos de su madre se avergonzaban bastante seguido dicho sea de paso. Apagó el televisor de mala manera y se encaminó al baño a lavarse los dientes. Al pasar ante la puerta abierta de su dormitorio, se desprendió de las ojotas catapultándolas hacia adentro de la habitación, donde cayeron con la misma displicencia con que se supone caen las hojas en otoño.
Le encantaba el contacto del frío monolítico del baño con las plantas de sus pies. Baño y cocina eran los únicos ambientes de la casa que no tenían el piso de largos tablones de pinotea rabiosamente lustrados y encerados otrora, algo más opacos hoy día, daños colaterales de la desidia que produce la conciencia del esfuerzo vano. 

Fue al baño del fondo, más chico y más acogedor. El baño grande hacía meses que no lo pisaba o al menos eso creía. Encendió la luz y por un momento le  pareció ver una sombra deslizándose veloz tras la cortina de la ducha. Seguramente impresiones suyas. Con un temor incierto como una silueta vislumbrada a través de un vitral, Ana María se aproximó paso a paso a la ducha. ¿Oscilaba un poco la cortina o eran ideas suyas? El baño no tenía ventanas. Apenas un respiradero en un ángulo del techo permitía la salida de los vapores. Pero nunca había visto que por el pequeño cuadrado de veinte por veinte, entrara siquiera una leve brisa. Un paso más hasta la cortina. Llegó. La desplazó con una mano vacilante a la vez que murmuraba un conjuro viejo como el mundo: “tranquila, no hay nada ahí”. Las anillas de metal al deslizarse sobre el barrote, produjeron un susurro desagradable de cadenas inmóviles que de un momento a otro, deciden ponerse a andar solas. Con el cuello rígido terminó de desplazarla hacia la izquierda sintiendo que su terror se esfumaba y el ridículo llenaba el vacío dejado por éste. En el preciso instante en que la cortina terminó de descorrerse, sonó el teléfono.
Anamaría gritó.
No pudo evitarlo.

-Hola.-

-Buenas noches, llamo para preguntar como está la Señora.-
Una voz masculina, la misma del contestador o al menos así le pareció. Mentalmente asoció la voz, con el rostro de un hombre de mediana edad, tal vez unos cinco o años mayor que ella misma. A pesar de la preocupación que denotaba, era una voz agradable de tonos bajos y ricos.

-¿Qué señora? ¿Con quién quiere hablar?-

-La señora mayor. Mi nombre es Pedro Rodríguez y una señora mayor me llamó temprano desde ese teléfono, me quedó el número en el captor. Estaba muy alterada, nerviosa. ¿Es su mamá?-

Ana María sacudió la cabeza como para desprenderse de la extraña sensación de irrealidad que la invadía como un angustiante enjambre. Le costó encontrar la voz, tal vez por lo inoportuno de ese llamado de tardío que coincidió justo con su momento de mayor vulnerabilidad.

-Debe estar equivocado, acá no vive ninguna señora mayor.-Estuvo a punto de agregar “vivo sola” pero se detuvo a tiempo. Tal vez se trataba de un ladrón que intentaba evaluar las posibilidades de éxito en un asalto, o algo peor. En lugar de eso agregó: “No hay ninguna otra mujer en esta casa.”

-Disculpe- dijo la voz - Se supone que estas cosas nunca se equivocan, me refiero a los captores.- añadió con un tono que  Ana María no supo si encasillar en la  falta de convicción o elegante sospecha.

-Que pase bien señora, buenas noches.- concluyó la voz y el teléfono se cortó.

Anamaría bajó el tubo del teléfono y lo dejó en su lugar como si hubiera sido fabricado de cristal



Tres


Pedro la volvió a llamar un par de días después. Anamaría salía del baño envuelta en una toalla y buscando el adaptador que necesitaba para poder enchufar el secador de pelo. El maldito artefacto parecía escondérsele intencionalmente cada vez que ella lo necesitaba y si bien estaba segura de tener por lo menos cuatro o cinco en la casa, cada vez que precisaba uno, le era imposible ubicarlo. Tal como si se escondieran.
La llamada no la sorprendió. Por razones que no llegaba a discernir del todo, de alguna manera la esperaba.
Después de saludar brevemente, el hombre preguntó yendo directamente al grano:

-¿A quién le habló de mi?-

-A nadie.- contestó Ana María sin ninguna vacilación. -¿Por qué me lo pregunta?-

-Bueno…- Pedro pareció vacilar un momento como si la respuesta no fuera exactamente la que él esperaba y estuviera evaluando la veracidad de la misma. – Porque me volvió a llamar la anciana, y está vez, no estoy muy seguro, todo fue muy rápido, pero creo que me llamó por mi nombre.

-Ya le dije que en esta casa no vive ninguna anciana, y aún si viviera, no le hablé de usted a absolutamente nadie. Oiga, ¿esto no será una forma original de intentar abordarme?- a ella misma le asombró la brutalidad de la pregunta. Se imaginó los huesos de su madre claqueando en su cómoda urna de dolmenit y desechó rápidamente la idea.

A la voz del otro lado, pudo escuchársele claramente la sonrisa. Ana María sonrió también. No fue una gran sonrisa. Hacia tiempo que había dejado olvidadas en algún mostrador del matrimonio las grandes sonrisas.
-No. Nada de eso. Estoy demasiado…-se interrumpió. Luego reanudó contundente: ¿Quién es la anciana? ¿Su mamá? Tienen la voz par…-

Anamaría cortó.

Cinco minutos después el teléfono volvió a sonar. La dueña de casa dudó un par de segundos entre si atender o no. Luego optó por lo primero decidida a poner en su lugar al atrevido.

-¡Hola!-

-Perdóneme ¿Podemos empezar de nuevo?-

-Mire, lo atiendo nomás porque la historia de la anciana me intriga un poco, no lo voy a negar, y porque usted parece ser una persona mayor y me educaron para respetar a los mayores,  pero le insisto que en esta casa no hay anciana alguna y encima no hay nadie en todo el día. Es imposible que alguien llame desde acá. Si vamos a hablar, partamos de éstas premisas ¿Soy clara?

-Totalmente. Además le creo. Algo en su tono de voz me transmite la certeza de que está diciendo la verdad.-

Ana María se sentó en el suelo sobre la alfombra. Aún estaba envuelta en la toalla no quiso arriesgar a dejar una mancha de humedad del tamaño y forma aproximados de su culo en el sofá. Apoyó la espalda en éste y sacó un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mensa ratona. Lo encendió. Se sintió extrañamente confortable y algo así como un perfume remoto de adolescencia pareció agitar las alas en el aire quieto de la sala.

-¡Claro que le digo la verdad! Siempre digo la verdad.–estuvo a punto de añadir que a ese hecho le debía buena parte de sus fracasos y que además se había hecho el firme propósito de cambiar.- ¿Qué es lo que le dice la mujer?

-Que no debe ser así, que se arrepentirá toda la vida. Que le diga a usted que el tiempo es precioso por poco que sea. Y que está sola. Que solo usted la puede liberar de la soledad. E insiste en que usted se arrepentirá.-

-¿de qué?

-No tengo la menor idea Anamaría,  y realmente parece muy sola. No es muy coherente es más bien.. ¿cómo decirlo? desgarradora… y urgente. Muy urgente. me pidió que le diga.. Pedro se interrumpió como si hubiera estado a punto de decir algo impropio.

¿Qué?

Se notaba que el hombre intentaba eludir responder esa pregunta. Tal vez no se le ocurrió como. Temporizó

-No por teléfono  Había firmeza en la voz de Pedro. ¿la puedo invitar a un café cualquier tarde de estas? Le aseguro que soy inofensivo.

A Ana María comenzó a picarle la espalda. Se restregó contra el sofá de la misma forma en que lo haría un gato, pero eso sólo agravó el escozor. Ahora le tocó a ella el turno de temporizar. ¿Por qué se sintió de repente mínima y vulnerable?

-¿A que hora lo llamó?

-las tres veces me llamó aproximadamente a la misma hora, a eso de las once de la mañana al negocio.

-Definitivamente no hay nadie en casa a esa hora. ¿Si pregunto en la telefónica me podrán decir algo?

-Supongo que sí. Deben tener alguna forma de rastrear esas cosas ¿no? El punto es que no sé si se lo dirán a cualquiera.-

-¿ahora me dice "cualquiera"? mire que aún no le acepté ese café.

-Eso significa que me lo aceptará.-

-Eso significa que me lo pensaré.- contestó Anamaría sin poder evitar que se le deslizara una sonrisa inesperada como un bocinazo. La nueva sonrisa fue más amplia, más contundente aunque fugaz.

El teléfono pareció sonreír.

Hablaron de trivialidades durante casi  media hora más. Ambos eran concientes de que lo fundamental se diría oportunamente cuando se vieran en persona.

Sólo al finalizar la conversación, Anamaría se dará cuenta de que Pedro la había llamado por su nombre. Se preguntó cuándo se lo había dicho.


Cuatro



Hablaron ocasionalmente durante casi dos meses. Durante ese tiempo, pocas veces la conversación versó sobre las misteriosas llamadas recibidas por Pedro, y en las escasass ocasiones en que ello ocurrió, el hombre evitó  profundizar en el contenido de lo hablado con la anciana desconocida. En cambio, se fueron contando uno al otro, los aspectos oscuros de sus respectivas soledades.
Él era viudo desde hacía dos años y poseía una pequeña ferretería de barrio prácticamente al otro extremo de la cuidad. Tenía un hijo que vivía desde hacía una década en los Estados Unidos con quien se hablaba por teléfono una o dos veces al mes, lo que hizo pensar a Anamaría, que el hombre tenía en su haber seguramente unos cuantos años más de los que ella le había atribuido en principio. No muchos más suponía pero no le preguntó. Tácitamente habían acordado no preguntar nada y dejar que las cosas fluyeran en la corriente plácida de las conversaciones.

Sin querer o tal vez no, habían establecido una rutina y él la llamaba tres o cuatro veces por semana siempre después de la cena. Se quedaban hablando algunas veces durante una hora, a veces más.
Por lo general era Pedro quien de alguna manera se las ingeniaba para guiar la conversación hacia temas de mutuo interés y Anamaría se dejaba conducir con una laxitud cuya única explicación consistía, a su modo de ver, en que las charlas generalmente terminaban siendo interesantes y el tiempo se le volaba en el teléfono.

Alguna vez ambos se recordaron mutuamente ese café pendiente pero parecían coincidir en que de momento las cosas estaban bien así. Aparentemente las llamadas habían cesado o al menos, Pedro no volvió a mencionarlas.  A ella aún le dolían ocasionalmente los machucones del divorcio en lugares que ni siquiera se imaginaba que podían doler. Sobre todo los fines de semana que se hacían interminables mientras navegaba en el silencio de la casa roto únicamente por la electrónica tormenta de una radio. No era precisamente infeliz. Más bien se aburría.

Hacia el tercer mes de iniciadas las conversaciones, ocurrieron dos cosas: hablaban todos los días y Anamaría cayó en cuenta de que se había enamorado.

Se percató de ese hecho tan sencillo, una noche en que se descubrió a si misma, sentada en el sofá, con la mano izquierda próxima al teléfono y el cenicero pronto sobre la mesa ratona, cómodamente vestida con unos pantalones cortos y la pierna izquierda por debajo del cuerpo, levemente reclinada sobre el brazo del sofá próximo a la mesita del teléfono. La pierna derecha agitándose en un vaivén rítmico que seguía una música inexistente como no fuera en las cavernas del corazón.

Sonó el teléfono a la hora precisa. Anamaría se demoró encendiendo un cigarrillo mientras insistente el timbre del teléfono llamaba un par de veces más. Atendió.
Le desconcertó escuchar al otro lado, la voz de una mujer que la saludaba alegremente. Durante un par de segundos no supo quién le estaba hablando y desesperadamente buscaba darle nombre a la voz que luego de preguntarle como estaba y sin detenerse a esperar respuesta, comenzó a hablarle de un tal Facundo. Voz y nombre se aunaron finalmente en la misma casilla entre tanto Sonia, su hermana continuaba hablándole de las vicisitudes escolares de su hijo mayor. Pasaron unos quince segundos más antes que Sonia hiciera una pausa en su conversación, probablemente para respirar.

Anamaría apagó el cigarrillo violentamente provocando una pequeña lluvia de meteoritos minúsculos sobre la mesa de cristal. Como un rayo llegado del espacio exterior, se percató de que mientras su hermana le mantenía el teléfono ocupado hablándole de los triunfos de Facundo a los que seguirían con seguridad, los triunfos de su marido en el laboratorio, para finalizar quien sabe cuándo, con un “y vos ¿Cómo andás?” que señalaría el fin de la parte interesante de la conversación, Pedro estaría llamándola hasta que se cansara de hacerlo. Una frustración enorme y pesada como un vagón de carga, se le trepó por la garganta como un simio feroz y amenazó hacerle desbarrancar la placidez de la noche. Mientras Sonia seguía hablando, buscó desesperadamente una excusa con la que poner fin a al monólogo de su hermana, pero no se le ocurría absolutamente nada. Era como tener el cerebro vacío de toda idea mientras que la cháchara que proseguía como un trinar demente, parecía llenarlo todo e inhibirle el pensamiento.

La desesperación se le hizo inmensa como si un buque petrolero se le hubiera colado en el pequeño puerto del alma destrozando con su proa los pequeños muelles de madera a los que había amarrado su calma. Seguía buscando una excusa mientras los últimos meses de Facundo surgían del teléfono con niveles insanos de detalle, como vistos a través de un microscopio. Interrumpirla, se dijo. Lo primero es interrumpirla de alguna manera. Lo intentó honestamente. Ya habían pasado tres minutos, tal vez cuatro y ese tiempo para Sonia no era más que el preámbulo de lo que entendía como “una buena charla entre hermanas”. Anamaría sentía que el control se le iba de las manos como la gasa de un buen sueño se deshace al despertar por más que una quiera evitarlo. La salvó un inesperado milagro. Al otro lado, se oyó claramente el trinar alegre de un celular.
-Ay, perdoname- dijo Sonia.- me están llamando por el celu… ¿hola? ¿del colegio? ¿a esta hora?...- y volviendo a Anamaría- Te tengo que cortar, me llaman del colegio de Facu, chau, que andes bien.-
Click.
En medio de un alivio inmenso como un océano impensable, Anamaría dejó el tubo sobre la horquilla. El aparato sonó nuevamente y ella lo miró con la desconfianza de un perro golpeado.
Atendió.
Era Pedro.

Charlaron animadamente de trivialidades durante más de una hora y luego de cortar Anamaría decidió tomarse unos minutos para analizar la extraña desolación que le embargó el alma cuando la llamada de Sonia. No más de unos segundos le llevó llegar a la conclusión de que la posibilidad de perderse la llamada de Pedro era la causante de su amargura. Y un minuto después llegó a la conclusión de que el hombre cuyos datos esenciales desconocía, se le había vuelto de alguna manera imprescindible. ¿Cómo le llamarías a eso querida? se preguntó e inmediatamente la respuesta cayó como un yunque lanzado por el Coyote sobre desde un séptimo piso. Estás enamorada corazón. Enamorada de un tipo al que no has visto en tu vida, del que desconocés la edad, el aspecto, la mirada, los gestos, la… y hubiera seguido enumerando ignorancias de no haberle interrumpido la resolución absoluta y definitiva de tomarse ese café postergado de una buena vez.

A la noche siguiente se lo propuso. Con una audacia de la que apenas si se creía capaz, se lo propuso. El vaciló. Finalmente ante la insistencia de Anamaría, le dijo que sí. Quedaron en encontrarse en un bar del centro en cuyas mesas exteriores se permitía fumar. Dos días después.

Cinco


El encuentro finalmente se pospuso. Pedro la llamó el día antes del encuentro para posponerlo con una justificación que a Anamarìa le pareció bastante endeble por decir lo menos. En realidad la explicación de Pedro de sonó a excusa pura y dura aunque dos minutos después ya había elaborado un sólido… bueno, más o menos sólido argumento para convertir esos pretextos en contundentes razones. Fijaron nueva fecha y nuevamente el hombre se las arregló para postergar el encuentro. Esta vez no hubo evasivas. Simplemente argumentó que presentía que aún no era el momento y temía terminar con la magia.
Anamaría se burló sin demasiada crueldad. Ella también sentía de tanto en tanto la picazón incruenta de la duda, que en su caso compensaban tanto la curiosidad por conocer al hombre que casi sin querer le había devuelto la confianza en el género masculino, como la ansiedad de saber si en definitiva esa especie de amor que se le adueñaba día de las entrañas tenía bases tan sólidas como las que ella pretendía creer cada noche al acostarse.

En la barca de la incertidumbre navegó tres semanas más.
Se encontraron al fin en el Facal una tardecita de febrero.
Ella se vistió con lo mejor que tenía sin caer en la formalidad severa del vestido largo. Estrenó unas sandalias
cuya inauguración oficial había sido largamente postergada porque aunque le embellecían los pies, cada vez que se las había puesto, las había percibido anodinamente incómodas como un mal recuerdo que una no logra precisar.
Tal vez fue por eso que llegó al bar caminando con una distinción de divinidad pagana, deslizándose entre las mesas como un susurro hasta llegar a donde estaba Pedro aguardándola trajeado absurdamente como si esperara a la Cenicienta.
Encantada por tal deferencia, Anamaría demoró unos minutos en caer en cuenta de que Pedro era mucho más viejo de lo que ella se imaginaba.

Se quedaron en el bar más de tres horas y el tiempo a Anamaría se le pasó volando al igual que le ocurría cuando hablaban por teléfono.

Pero en medio de la conversación, ella se preguntaba como podía haberse enamorado de un hombre tan anciano. Si cerraba los ojos, podía obviar ese detalle, en la voz de Pedro había algo joven, fuerte e invencible. Pero al abrirlos, la realidad de estar frente a un tipo que llevaba no menos de sesenta años sobre los hombros, la sobrecogía como una nube gorda y negra cargada de presagios.

Se acostó casi a las dos de la mañana. En su cabeza, no cesaban de girar las imágenes de ese hombre veterano que la había tratado con rigurosa cortesía y a la vez no había ni por un momento dejado de traslucir en todas sus palabras y todos sus gestos, un amor que ella había decidido no merecer.

Demoró mucho en dormirse. Le pareció que toda la noche, pero en realidad fue algo menos. Para cuando se entregó a los brazos del sueño, había decidido acabar con todo eso. Le pareció insano enamorarse de un tipo al que tal vez no le quedaran ni diez años de vida. Recién entonces, meditando en su cama a la vez que se giraba hacia un lado y hacia otro enredándose en las sábanas calurosas del verano, llegó a entender el horror de la vida solitaria que llevaba desde hacía dos años. El peso de la soledad la golpeó con su martillo de desazones y se prometió a si misma que no volvería a repetir la experiencia. De alguna manera se estaba curando. Los primeros meses de la casona silenciosa fueron los peores. Luego, paulatinamente, la soledad se fue domesticando como un animal salvaje que se aproximara todas las noches a comer de su basura. Ahora se había vuelto soportable y la sola idea de aproximarse a un hombre para perderlo tal vez poco después en manos de la muerte, se le hacía repulsiva. Sería repetir esos primeros meses de silencio, y sabiendo además que esta nueva soledad tendría el carácter irreversible de la muerte. No lo soportaría. No quería soportarlo.

Se levantó sintiéndose pesada y con la boca pastosa. Llegó hasta el baño chico y se lavó los dientes incluso antes de sentarse en el water. Recién cuando lo hizo, los acontecimientos de la noche anterior se le vinieron a la mente como si se hubiera abierto la puerta de un placar atiborrado de objetos heterodoxos que se derraman en una catarata ruidosa ni bien tienen oportunidad.
Y con los recuerdos, nuevamente el temor. Mientras se tomaba el café de la mañana sentada en la mesa de la cocina bajo el zumbido insistente de los tubos de luz, se propuso considerar el asunto seria y detenidamente. Dejándose a si misma de lado si fuera necesario para tomar una resolución objetiva. Odiaba perder el control y lo había perdido durante meses. Era hora de definir con todas las cartas sobre la mesa y apegarse férreamente a esa resolución fuera cual fuera.
Intuía claramente que Pedro la haría feliz. Definitivamente el hombre era agradable, su charla encantadora y sus modales le hacían presumir que sería tratada como una reina. Pero el asunto de la edad no era menor. ¿Cómo sería sentir esos pies seguramente fríos en la cama? ¿y si tras unos pocos años de felicidad, el hombre enfermaba de alguna cosa crónica y o inhabilitante? ¿sería ella su enfermera hasta quien sabe cuándo?

Pero nada de eso era lo importante. La cuestión era  fundamental. ¿Cómo se las arreglaría para soportar otra vez el largo duelo de la soledad que recién ahora se daba cuenta, le había costado enormemente atravesar?

Con esta idea en la cabeza, se levantó y dejó la taza de café dentro de la pileta de la cocina. Le dejó caer un chorro de agua dentro para que no se pegara el azúcar en el fondo y dejó ambas cuestiones, taza y Pedro, para después sin acordarse siquiera de los huesos de su madre.

Salió a caminar. La mañana de domingo estaba llena de silencios y los plátanos derramaban su sombra inigualablemente fresca por las calles del barrio. Por un momento loco, lamentó no tener un perro para que la acompañara en su paseo pero desecho ese pensamiento por enésima vez en el último año. Un perro me limitaría la libertad, pensó sin profundizar en el hecho de que no hacía otro uso de esa libertad que el de dejar la taza sin lavar en el fregadero, cosa que seguramente al perro le importaría un carajo. Tomó por General Flores. Aquí y allá se percibían los destrozos habituales de un sábado de noche. Pedazos de botellas de cerveza, algunos cascotes, cosas así. El aire aún era fresco, pero podía presentirse en el ambiente la proximidad de un mediodía bochornoso. Una pareja, probablemente un matrimonio de cuarentones pasó caminando a su lado en sentido contrario. Llevaban perro, termo y mate. Anamaría lamentó no tomar mate, y por un breve instante, lamentó también no tener hombre y no tener sueños y no tener más que días grises que se sucedían uno tras otro sin otra cosa que las llamadas de Pedro, quien en definitiva la iba a lastimar de soledad tarde o temprano por la omisión irreversible de la muerte.

Era su día de lamentaciones por lo que parecía.

Repentinamente algo a su derecha la sobresaltó. Giró presurosamente hacia ese lado mientras el corazón se le descarrilaba en su nido de arterias y toda la sangre parecía escapársele hacia los pies. Vio su reflejo en los cristales de una mueblería. Nada anormal, difusos y oscurecidos los contornos de su figura, entre sommiers y juegos de livig: una mujer delgada, con cerquillo, senos pequeños y una cintura que parecía diseñada expresamente para ser enlazada por el brazo de un hombre, su musculosa bordó, vaqueros, sandalias marrones. Una mujer sola ante la vidriera de una mueblería cerrada de puro domingo. Ella y nada más que ella.
Entonces ¿Por qué le había parecido ver por el rabillo del ojo, en el reflejo gris de la vidriera,  que junto a ella  a su izquierda, caminaba su madre?


Seis

El domingo de tarde, Anamaría se acostó a dormir la siesta, una tentación a la que generalmente oponía toda la fuerza de su voluntad.
Durante los meses posteriores al divorcio cayó según sus propias palabras, en estado de hibernación. El sueño había sido su único refugio contra esa sensación intensa de fracaso que parecía inundarle los pasillos del alma con sus omnipresentes aguas pestilentes. Tras unos meses, decidió ponerle coto a la situación y cota al sueño. Desde entonces no había vuelto a acostarse por la tarde ni a tomar comprimidos que la ayudaran a dormirse.
Pero el cansancio de la trasnochada y la falta de costumbre prevalecieron esta vez y se dejó vencer por el llamado tentador del lecho.
Había soñado, cosa que no le era para nada habitual. Pocas veces recordaba algún sueño y el que tuvo esa tarde, fue tan vívido que más bien tenía visos de presagio.
Soñó que caminaba por General Flores tal como lo había hecho por la mañana. Se detenía ante la vidriera de la mueblería a mirar su reflejo en los cristales. De repente se abría la puerta del negocio silenciosamente y ella perpetrando esas estupideces que uno hace en los sueños sin poder evitarlas, entraba. La mueblería estaba vacía excepto en el rincón más alejado, a su izquierda y al frente, donde se conglomeraba un pequeño grupo de personas alrededor de algo que ella no podía ver.
Se aproximó trazando un sinuoso camino entre mesas de luz, sommiers y camas de niño hasta llegar al sitio donde el grupo estaba reunido. Las personas le eran totalmente desconocidas a excepción de su hermana que conversaba con alguien en voz baja pero sin duda animadamente. Probablemente le estuviera contando las hazañas de Facundo. Se acercó más penetrando entre el grupo de personas como un explorador que se abre camino entre la maraña indómita de una selva. En el centro del grupo, había un féretro. Se trataba sin duda de un velatorio.
En fin, pensó- era obvio que se iba a morir, menos mal que no seguí adelante con esta locura. Se acercó más al ataúd aunque cada vez tenía más claro que lo único que quería era irse de ahí. El cajón estaba cerrado pero tenía una especie de mirilla a la altura del rostro del difunto. No había ningún símbolo religioso en la tapa, pero sí un cirio amarillo que ya se había consumido bastante porque lo rodeaban abundantes raíces de sebo derretido dándole el aspecto de un árbol triste que se consume en llamas pero sin poner en ello empeño alguno. La mirilla estaba decorada con cortinas de voile negro bordeadas de elegantes encajes.
Anamaría se preguntó cómo era posible que la cortina no cayera sobre la cara del muerto y se mantuviera paralela a la tapa. Probablemente tenga algún alambre que la sostiene, pensó mientras seguía acercándose. Desde las doce de su reloj, le llegaba el runrún de la conversación de Sonia explicando el último sobresaliente que era inmerecido porque no había ninguna nota más alta en la escala escolar aunque la propia directora le había dicho que ese trabajo merecía… llegó al féretro. Se aproximó a la mirilla esperando encontrar por última vez el barbado rostro del Pedro con los ojos cerrados en la placidez de la muerte.
La mirilla reflejó su propio rostro. Eso la asustó un poco. Miró mejor. Bajo el reflejo de su rostro curioso, su propio rostro gris y sin paz, con una expresión de tristeza infinita, enmarcado entre los encajes negros y coronado por una tiara de flores de manzanilla, parecía acusarla de haber muerto en soledad.
Al despertar, mientras iba hacia el baño bajo el feroz apremio de la vejiga, se percató de un detalle final de su sueño que la aterró: mientras miraba su propio rostro muerto y triste dentro del féretro, el reflejo de su propia faz en la mirilla fue adaptando exactamente la misma expresión desgarradora de la cara que había debajo, como si esa tristeza fuera un virus que le iba pudriendo el alma.
Esa noche se sentó como siempre en el sofá a esperar la llamada de Pedro. Algo había cambiado sutilmente en su talante y la pierna izquierda, habitualmente cruzada bajo el cuerpo, ahora se flexionaba junto a su hermana, bien pegaditas como si estuviera sentada en la sala de espera de la dirección un colegio de monjas esperando por una entrevista de trabajo. Los últimos vestigios de la pesadilla se habían disipado hace horas dejando muchas más preguntas que respuestas. Preguntas que Anamaría archivó inmediatamente en el cajón de no abrir nunca más. Había decidido terminar con cualquier expectativa de Pedro, sin saber que en realidad estaba suicidando sus propias esperanzas.
Lo hizo y de una forma bastante cruel y directa que en definitiva era la única que manejaba. Pedro escuchó pacientemente. No pareció que se asombrara, más bien por el contrario, daba la impresión de que se esperaba algo así. Eso alivió en buena medida la conciencia de Anamaría. Si algo había temido durante toda la tarde, era enfrentar la decepción del anciano, situación para la que no se sentía demasiado preparada. Mejor dicho, nada preparada.
-Era inevitable- comentó – el destino no se cambia.
-¿Qué tiene que ver el destino en esto? Preguntó. Es simplemente que no me siento capaz de pasar otra vez un duelo. Tengo miedo.-
-El destino siempre tiene que ver. ¿No le he comentado varias veces que soy fatalista?-
-¿Y ahora qué?- preguntó Anamaría desechando rápidamente la cuestión del destino. –Lamento mucho haberlo defraudado y lo que voy a pedirle es terriblemente egoísta… yo, bueno, casi siento asco de mi misma, pero me gustaría que siguiéramos hablando. Se me ha vuelto imprescindible esta conversación diaria ¿sabe?-
-Lo sé, claro que lo sé. Y claro que seguiremos hablando. Hagamos de cuenta que lo de anoche no pasó. Que nunca nos vimos, qué… - al hombre pareció quebrársele la voz.
Anamaría se alarmó.
-Pedro, yo, sencillamente no puedo. Ya le he hablado de lo mucho que me costó superar los primeros meses de soledad, de cómo me costó vencer los viejos hábitos inútiles del matrimonio a los que me apegaba para no darme cuenta de que toda mi vida se había caído de traste. Usted me ayudó montones a superar todo eso y ahora que quedó atrás, bueno, más o menos atrás, no quiero tener que repetirlo nunca. Antes prefiero seguir sola.-
-Lo sé perfectamente Anamaría.- el hombre parecía haberse recompuesto. –el que lo sepa no lo hace menos oneroso, pero entender siempre es mejor que andar a ciegas. Sobre todo tratándose de relaciones humanas. No le reprocho nada, más aún, me siento obligado a agradecerle la sinceridad.-
-¿Fue muy difícil su duelo cuando falleció su señora?-
-Difícil tal vez no tanto. Se trató de un hecho esperado y la muerte fue en definitiva una liberación para ella, pero sí largo… muy largo, de hecho, se prolonga aún hoy. Pasaron unos cuantos años y aún toco su lado de la cama cuando me acuesto por si la encuentro, o no… no por si la encuentro, sino más bien para cerciorarme de mi propia existencia como lo hacía cuando estaba viva ¿me entiende? Era como si antes de dormir, tuviera la necesidad de tocarle la cadera o el muslo para afirmar mi propia existencia a las puertas del sueño… suena idiota.-
El hombre parecía nuevamente caminar por el filo de una desazón inmensa, tan irremediable y profunda que ni siquiera dolía. Como una espina que lleváramos tantos años clavada en la carne, que dolería mucho más sacarla que dejarla ahí donde solamente abulta pero no jode.
Anamaría se arrepintió de haber atizado las llamas del dolor en el corazón de Pedro, pero a su vez, su determinación se vio de alguna manera fortalecida. Si el precio del amor era tan caro como para seguir siendo pagado en cómodas cuotas tantos años más allá de la muerte, más valía… ¿Qué? La respuesta no le llegó porque justo en ese preciso momento algo cambió en el ambiente. Demoró cinco segundos en percibir en que consistía el cambio: la luz del baño chico se había encendido.
En ese preciso momento el teléfono se cortó.

siete


Ni bien se cortó la llamada, el teléfono de Pedro hizo sonar su anacrónica campanilla.
Pedro habló con la anciana durante casi media hora.
El hombre recordaría después, durante una vigilia interminable en la que un nuevo duelo, insustancial como una nube se había agregado al anterior sin desplazarlo ni mitigarlo en lo más mínimo, demostrando así que el corazón del hombre es un animal irracionalmente cruel, que le parecía que ambos habían llorado durante la conversación.
Cortaron.
Fue la última vez que hablaron. No tenían nada más para decirse.

Ocho

                                                 
Pedro murió unos años después, en diciembre de mil novecientos noventa y nueve. Por unos pocos días no llegó al año dos mil.
Durante los ocho años transcurridos desde la noche en que se encendió sola la luz del baño, habían hablado todas las noches. A Anamaría muchas veces le parecía que ambos eran viejos amantes que de alguna forma mágica habían logrado perpetuar un estado de noviazgo eterno. Una especie de amor inconcluso e inconcreto, que no esclavizaba ni dolía y tal vez en el fondo, -se lo preguntó muchas veces a si misma- ni siquiera importaba. Se mantenía a flote en las aguas turbias de la soledad, sin hundirse en ellas ni emerger del todo.
Desde el primer día en que lo vio, ella tomó la plena conciencia de que la muerte del hombre era un hecho casi seguro, pero aún así, no estaba preparada para eso.
Para su asombro, el duelo fue intenso, doloroso y prolongado. Tal vez tan prolongado y extenuante como si hubieran convivido, ya que su relación telefónica de alguna manera los había puesto a salvo del desgaste natural al que se exponen quienes conviven.
Noche a noche, no podía evitar sentarse en el sofá junto al teléfono a esperar nada. Una noche de diciembre, muchos años después, descubrió en sus piernas desnudas, las primeras várices.
Las primeras manchas de vejez en sus manos que acariciaban el teléfono sin saber muy bien porque, como quien tantea el otro lado de la cama donde duerme el recuerdo de un ausente, aparecieron años después. Para entonces, se había jubilado y le sobraba el tiempo para añorar. Algunas veces sus añoranzas eran tan intensas que le parecía que con sólo discar el número de Pedro, podría tener al alcance de su oído, esa voz cálida y varonil que le llenó de afecto la vida noche tras noche durante diez años.
Una noche de primavera treintaypico de años después, y pareciéndole una total locura, levantó el tubo y lo llamó.
Cuando del otro lado, la voz que tan bien había conocido, le respondió, no pudo evitar llorar a gritos la desesperación de su soledad irreversible.
-¡Dígale que no tiene que ser así! ¡Qué se arrepentirá toda la vida! le gritó entre sollozos descontrolados, mientras el tiempo entero se confundía a su alrededor y el candado de la soledad se le cerraba finalmente en el corazón.

Salinas, diciembre 2010 febrero 2011.

Mejor dejá III Elección equivocada

Uno

“Bueno, a la larga me acostumbraré a esto como me acostumbro a todo” pensó Anamaría una vez que hubo caído en cuenta de que, como siempre, había entrado a la casa como una tromba, tirado la cartera de cualquier manera sobre el sofá y pisado el freno recién cuando entraba a la cocina dispuesta a prepararse un café antes de emprender esa rápida y superficial limpieza que durante sus cinco años de matrimonio había llevado a cabo de lunes a viernes.
“Ex matrimonio”- sonrió para si misma con un gesto agrio que corroboraba la sospecha que en el fondo tenía, de que buena parte de la culpa de su debacle conyugal era suya- La costumbre es cosa difícil de vencer y durante aquellos años llegaba siempre derecho a limpiar en el breve ínterin de una hora que mediaba entre su llegada a casa y la de su marido. Abnegación que ahora le parecía completamente idiota  y que en definitiva no había servido de nada, pero cuyos resabios amargos le seguían ofreciendo una bienvenida desdichada cada vez que llegaba a casa.

Moderado el ritmo, volvió por su cartera y la llevó al dormitorio, otra vieja costumbre que se prolongaba como la cola del barrilete ido de su antigua vida, que la obligaba inútilmente a atravesar la casa entera cada vez que necesitaba buscar su agenda o ponerse el colirio que la ayudaba a soportar los embates de los plátanos en esa primavera.

Al pasar junto al contestador, vio que parpadeaba la luz advirtiéndole que un mensaje había quedado grabado en el microcasette. Una punzada de algo que si no era miedo se le parecía lo suficiente, le estranguló los nervios del estómago. Desde siempre le había temido a los mensajes grabados. No sabía porque. Era un miedo irracional a que un día, al pulsar el botón de "play", se encontrara con un mensaje desagradable, tétrico, definitivo.  En el fondo no se trataba más que de su propia repulsión a hablarle a una máquina, que proyectada hacia los demás, le hacía considerar que cualquier ser humano capaz de enfrentarse al silencio que inmediatamente después del pitido, aguarda impaciente las palabras que una nunca encuentra donde debe, seguramente estaría motivado por razones urgentes y ciertamente aterradoras. Someterse a la escucha de los mensajes, era para Ana María, algo así como tener que responder a esa llamada inesperada que te arranca del sueño a las tres de la mañana presumiblemente para anunciarte una muerte.

Pulsó la tecla correcta con un dedo vacilante. Inmediatamente la castiza voz del aparato le anunció desde algún estudio de grabación situado quien sabe en que parte de España: "Tienes un mensaje nuevo..."

A continuación, un chasquido electrónico que sonaba como el propietario de la voz en el contestador, estuviera insertando una clavija dentro de su respectivo conector en una consola enorme llena de agujeros y luces, luego el mensaje en cuestión.

"-Señora ¿Está bien? ¿Está bien? Señora.. señora,.." - insistente llamaba dos o tres veces más a una señora desconocida, la voz de un hombre al que jamás había oído antes en su vida- luego el click que daba por terminada la grabación.

La contestadora preguntó amablemente a Ana María si quería escuchar el mensaje nuevamente y sin amabilidad alguna, ella colgó el teléfono con la brusquedad de quien suelta un instrumento desagradable y potencialmente peligroso como un puñal homicida o una trampa para ratas manchada de sangre.

Intranquila volvió por el café cuyo aroma feliz, se expandía por la vieja casa como la presencia de un fantasma amable.



Dos


A eso de las once de la noche, extenuada de soledad y basura televisiva, Ana María se desperezó de una forma tan ostentosa y expresiva que hizo avergonzarse en la tumba a los huesos de su madre.
Desde el divorcio, los huesos de su madre se avergonzaban bastante seguido dicho sea de paso. Apagó el televisor de mala manera y se encaminó al baño a lavarse los dientes. Al pasar ante la puerta abierta de su dormitorio, se desprendió de las ojotas catapultándolas hacia adentro de la habitación, donde cayeron con la misma displicencia con que se supone caen las hojas en otoño.
Le encantaba el contacto del frío monolítico del baño con las plantas de sus pies. Baño y cocina eran los únicos ambientes de la casa que no tenían el piso de largos tablones de pinotea rabiosamente lustrados y encerados otrora, algo más opacos hoy día, daños colaterales de la desidia que produce la conciencia del esfuerzo vano.

Fue al baño del fondo, más chico y más acogedor. El baño grande hacía meses que no lo pisaba o al menos eso creía. Encendió la luz y por un momento le  pareció ver una sombra deslizándose veloz tras la cortina de la ducha. Seguramente impresiones suyas. Con un temor incierto como una silueta vislumbrada a través de un vitral, Ana María se aproximó paso a paso a la ducha. ¿Oscilaba un poco la cortina o eran ideas suyas? El baño no tenía ventanas. Apenas un respiradero en un ángulo del techo permitía la salida de los vapores. Pero nunca había visto que por el pequeño cuadrado de veinte por veinte, entrara siquiera una leve brisa. Un paso más hasta la cortina. Llegó. La desplazó con una mano vacilante a la vez que murmuraba un conjuro viejo como el mundo: “tranquila, no hay nada ahí”. Las anillas de metal al deslizarse sobre el barrote, produjeron un susurro desagradable de cadenas inmóviles que de un momento a otro, deciden ponerse a andar solas. Con el cuello rígido terminó de desplazarla hacia la izquierda sintiendo que su terror se esfumaba y el ridículo llenaba el vacío dejado por éste. En el preciso instante en que la cortina terminó de descorrerse, sonó el teléfono.
Anamaría gritó.
No pudo evitarlo.

-Hola.-

-Buenas noches, llamo para preguntar como está la Señora.-
Una voz masculina, la misma del contestador o al menos así le pareció. Mentalmente asoció la voz, con el rostro de un hombre de mediana edad, tal vez unos cinco o años mayor que ella misma. A pesar de la preocupación que denotaba, era una voz agradable de tonos bajos y ricos.

-¿Qué señora? ¿Con quién quiere hablar?-

-La señora mayor. Mi nombre es Pedro Rodríguez y una señora mayor me llamó temprano desde ese teléfono, me quedó el número en el captor. Estaba muy alterada, nerviosa. ¿Es su mamá?-

Ana María sacudió la cabeza como para desprenderse de la extraña sensación de irrealidad que la invadía como un angustiante enjambre. Le costó encontrar la voz, tal vez por lo inoportuno de ese llamado de tardío que coincidió justo con su momento de mayor vulnerabilidad.

-Debe estar equivocado, acá no vive ninguna señora mayor.-Estuvo a punto de agregar “vivo sola” pero se detuvo a tiempo. Tal vez se trataba de un ladrón que intentaba evaluar las posibilidades de éxito en un asalto, o algo peor. En lugar de eso agregó: “No hay ninguna otra mujer en esta casa.”

-Disculpe- dijo la voz - Se supone que estas cosas nunca se equivocan, me refiero a los captores.- añadió con un tono que  Ana María no supo si encasillar en la  falta de convicción o elegante sospecha.

-Que pase bien señora, buenas noches.- concluyó la voz y el teléfono se cortó.

Anamaría bajó el tubo del teléfono y lo dejó en su lugar como si hubiera sido fabricado de cristal



Tres

Pedro la volvió a llamar un par de días después. Anamaría salía del baño envuelta en una toalla y buscando el adaptador que necesitaba para poder enchufar el secador de pelo. El maldito artefacto parecía escondérsele intencionalmente cada vez que ella lo necesitaba y si bien estaba segura de tener por lo menos cuatro o cinco en la casa, cada vez que necesitaba de uno, le era imposible ubicarlo. Tal como si se escondieran.
La llamada no la sorprendió. Por razones que no llegaba a discernir del todo, de alguna manera la esperaba.
Después de saludar brevemente, el hombre preguntó yendo directamente al grano:

-¿A quién le habló de mi?-

-A nadie.- contestó Ana María sin ninguna vacilación. -¿Por qué me lo pregunta?-

-Bueno…- Pedro pareció vacilar un momento como si la respuesta no fuera exactamente la que él esperaba y estuviera evaluando la veracidad de la misma. – Porque me volvió a llamar la anciana, y está vez, no estoy muy seguro, todo fue muy rápido, pero creo que me llamó por mi nombre.

-Ya le dije que en esta casa no vive ninguna anciana, y aún si viviera, no le hablé de usted a absolutamente nadie. Oiga, ¿esto no será una forma original de intentar abordarme?- a ella misma le asombró la brutalidad de la pregunta. Se imaginó los huesos de su madre claqueando en su cómoda urna de dolmenit y desechó rápidamente la idea.

A la voz del otro lado, pudo escuchársele claramente la sonrisa. Ana María sonrió también. No fue una gran sonrisa. Hacia tiempo que había dejado olvidadas en algún mostrador del matrimonio las grandes sonrisas.
-No. Nada de eso. Estoy demasiado…-se interrumpió. Luego reanudó contundente: ¿Quién es la anciana? ¿Su mamá? Tienen la voz par…-

Anamaría cortó.

Cinco minutos después el teléfono volvió a sonar. La dueña de casa dudó un par de segundos entre si atender o no. Luego optó por lo primero decidida a poner en su lugar al atrevido.

-¡Hola!-

-Perdóneme ¿Podemos empezar de nuevo?-

-Mire, lo atiendo nomás porque la historia de la anciana me intriga un poco, no lo voy a negar, y porque usted parece ser una persona mayor y me educaron para respetar a los mayores,  pero le insisto que en esta casa no hay anciana alguna y encima no hay nadie en todo el día. Es imposible que alguien llame desde acá. Si vamos a hablar, partamos de éstas premisas ¿Soy clara?

-Totalmente. Además le creo. Algo en su tono de voz me transmite la certeza de que está diciendo la verdad.-

Ana María se sentó en el suelo sobre la alfombra. Aún estaba envuelta en la toalla no quiso arriesgar a dejar una mancha de humedad del tamaño y forma aproximados de su culo en el sofá. Apoyó la espalda en éste y sacó un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mensa ratona. Lo encendió. Se sintió extrañamente confortable y algo así como un perfume remoto de adolescencia pareció agitar las alas en el aire quieto de la sala.

-¡Claro que le digo la verdad! Siempre digo la verdad.–estuvo a punto de añadir que a ese hecho le debía buena parte de sus fracasos y que además se había hecho el firme propósito de cambiar.- ¿Qué es lo que le dice la mujer?

-Que no debe ser así, que se arrepentirá toda la vida. Que le diga a usted que el tiempo es precioso por poco que sea. Y que está sola. Que solo usted la puede liberar de la soledad. E insiste en que usted se arrepentirá.-

-¿de qué?

-No tengo la menor idea Anamaría,  y realmente parece muy sola. No es muy coherente es más bien.. ¿cómo decirlo? desgarradora… y urgente. Muy urgente. me pidió que le diga.. Pedro se interrumpió como si hubiera estado a punto de decir algo impropio.

¿Qué?

Se notaba que el hombre intentaba eludir responder esa pregunta. Tal vez no se le ocurrió como. Temporizó

-No por teléfono  Había firmeza en la voz de Pedro. ¿la puedo invitar a un café cualquier tarde de estas? Le aseguro que soy inofensivo.

A Ana María comenzó a picarle la espalda. Se restregó contra el sofá de la misma forma en que lo haría un gato, pero eso sólo agravó el escozor. Ahora le tocó a ella el turno de temporizar. ¿Por qué se sintió de repente mínima y vulnerable?

-¿A que hora lo llamó?

-las tres veces me llamó aproximadamente a la misma hora, a eso de las once de la mañana al negocio.

-Definitivamente no hay nadie en casa a esa hora. ¿Si pregunto en la telefónica me podrán decir algo?

-Supongo que sí. Deben tener alguna forma de rastrear esas cosas ¿no? El punto es que no sé si se lo dirán a cualquiera.-

-¿ahora me dice "cualquiera"? mire que aún no le acepté ese café.

-Eso significa que me lo aceptará.-

-Eso significa que me lo pensaré.- contestó Anamaría sin poder evitar que se le deslizara una sonrisa inesperada como un bocinazo. La nueva sonrisa fue más amplia, más contundente aunque fugaz.

El teléfono pareció sonreír.

Hablaron de trivialidades durante casi  media hora más. Ambos eran concientes de que lo fundamental se diría oportunamente cuando se vieran en persona.

Sólo al finalizar la conversación, Anamaría se dará cuenta de que Pedro la había llamado por su nombre. Se preguntó cuándo se lo había dicho.


Cuatro


Hablaron ocasionalmente durante casi dos meses. Durante ese tiempo, pocas veces la conversación versó sobre las misteriosas llamadas recibidas por Pedro, y en las escasass ocasiones en que ello ocurrió, el hombre evitó  profundizar en el contenido de lo hablado con la anciana desconocida. En cambio, se fueron contando uno al otro, los aspectos oscuros de sus respectivas soledades.
Él era viudo desde hacía dos años y poseía una pequeña ferretería de barrio prácticamente al otro extremo de la cuidad. Tenía un hijo que vivía desde hacía una década en los Estados Unidos con quien se hablaba por teléfono una o dos veces al mes, lo que hizo pensar a Anamaría, que el hombre tenía en su haber seguramente unos cuantos años más de los que ella le había atribuido en principio. No muchos más suponía pero no le preguntó. Tácitamente habían acordado no preguntar nada y dejar que las cosas fluyeran en la corriente plácida de las conversaciones.

Sin querer o tal vez no, habían establecido una rutina y él la llamaba tres o cuatro veces por semana siempre después de la cena. Se quedaban hablando algunas veces durante una hora, a veces más.
Por lo general era Pedro quien de alguna manera se las ingeniaba para guiar la conversación hacia temas de mutuo interés y Anamaría se dejaba conducir con una laxitud cuya única explicación consistía, a su modo de ver, en que las charlas generalmente terminaban siendo interesantes y el tiempo se le volaba en el teléfono.

Alguna vez ambos se recordaron mutuamente ese café pendiente pero parecían coincidir en que de momento las cosas estaban bien así. Aparentemente las llamadas habían cesado o al menos, Pedro no volvió a mencionarlas.  A ella aún le dolían ocasionalmente los machucones del divorcio en lugares que ni siquiera se imaginaba que podían doler. Sobre todo los fines de semana que se hacían interminables mientras navegaba en el silencio de la casa roto únicamente por la electrónica tormenta de una radio. No era precisamente infeliz. Más bien se aburría.

Hacia el tercer mes de iniciadas las conversaciones, ocurrieron dos cosas: hablaban todos los días y Anamaría cayó en cuenta de que se había enamorado.

Se percató de ese hecho tan sencillo, una noche en que se descubrió a si misma, sentada en el sofá, con la mano izquierda próxima al teléfono y el cenicero pronto sobre la mesa ratona, cómodamente vestida con unos pantalones cortos y la pierna izquierda por debajo del cuerpo, levemente reclinada sobre el brazo del sofá próximo a la mesita del teléfono. La pierna derecha agitándose en un vaivén rítmico que seguía una música inexistente como no fuera en las cavernas del corazón.

Sonó el teléfono a la hora precisa. Anamaría se demoró encendiendo un cigarrillo mientras insistente el timbre del teléfono sonaba un par de veces más. Atendió.
Le desconcertó escuchar al otro lado, la voz de una mujer que la saludaba alegremente. Durante un par de segundos no supo quién le estaba hablando y desesperadamente buscaba darle nombre a la voz que luego de preguntarle como estaba y sin detenerse a esperar respuesta, comenzó a hablarle de un tal Facundo. Voz y nombre se aunaron finalmente en la misma casilla entre tanto Sonia, su hermana continuaba hablándole de las vicisitudes escolares de su hijo mayor. Pasaron unos quince segundos más antes que Sonia hiciera una pausa en su conversación, probablemente para respirar.

Anamaría apagó el cigarrillo violentamente provocando una pequeña lluvia de meteoritos minúsculos sobre la mesa de cristal. Como un rayo llegado del espacio exterior, se percató de que mientras su hermana le mantenía el teléfono ocupado hablándole de los triunfos de Facundo a los que seguirían con seguridad, los triunfos de su marido en el laboratorio, para finalizar quien sabe cuándo, con un “y vos ¿Cómo andás?” que señalaría el fin de la parte interesante de la conversación, Pedro estaría llamándola hasta que se cansara de hacerlo. Una frustración enorme y pesada como un vagón de carga, se le trepó por la garganta como un simio feroz y amenazó hacerle desbarrancar la placidez de la noche. Mientras Sonia seguía hablando, buscó desesperadamente una excusa con la que poner fin a al monólogo de su hermana, pero no se le ocurría absolutamente nada. Era como tener el cerebro vacío de toda idea mientras que la cháchara que proseguía como un trinar insano, parecía llenarlo todo e inhibirle el pensamiento.

La desesperación se le hizo inmensa como si un buque petrolero se le hubiera colado en el pequeño puerto del alma destrozando con su proa los pequeños muelles de madera a los que había amarrado su calma. Seguía buscando una excusa mientras los últimos meses de Facundo surgían del teléfono con niveles insanos de detalle, como vistos a través de un microscopio. Interrumpirla, se dijo. Lo primero es interrumpirla de alguna manera. Lo intentó honestamente. Ya habían pasado tres minutos, tal vez cuatro y ese tiempo para Sonia no era más que el preámbulo de lo que entendía como “una buena charla entre hermanas”. Anamaría sentía que el control se le iba de las manos como la gasa de un buen sueño se deshace al despertar por más que una quiera evitarlo. La salvó un inesperado milagro. Al otro lado, se oyó claramente el trinar alegre de un celular.
-Ay, perdoname- dijo Sonia.- me están llamando por el celu… ¿hola? ¿del colegio? ¿a esta hora?...- y volviendo a Anamaría- Te tengo que cortar, me llaman del colegio de Facu, chau, que andes bien.-
Click.
En medio de un alivio inmenso como un océano impensable, Anamaría dejó el tubo sobre la horquilla. El aparato sonó nuevamente y ella lo miró con la desconfianza de un perro golpeado.
Atendió.
Era Pedro.

Charlaron animadamente de trivialidades durante más de una hora y luego de cortar Anamaría decidió tomarse unos minutos para analizar la extraña desolación que le embargó el alma cuando la llamada de Sonia. No más de unos segundos le llevó llegar a la conclusión de que la posibilidad de perderse la llamada de Pedro era la causante de su amargura. Y un minuto después llegó a la conclusión de que el hombre cuyos datos esenciales desconocía, se le había vuelto de alguna manera imprescindible. ¿Cómo le llamarías a eso querida? se preguntó e inmediatamente la respuesta cayó como un yunque lanzado por el Coyote sobre desde un séptimo piso. Estás enamorada corazón. Enamorada de un tipo al que no has visto en tu vida, del que desconocés la edad, el aspecto, la mirada, los gestos, la… y hubiera seguido enumerando ignorancias de no haberle interrumpido la resolución absoluta y definitiva de tomarse ese café postergado de una buena vez.

A la noche siguiente se lo propuso. Con una audacia de la que apenas si se creía capaz, se lo propuso. El vaciló. Finalmente ante la insistencia de Anamaría, le dijo que sí. Quedaron en encontrarse en un bar del centro en cuyas mesas exteriores se permitía fumar. Dos días después.

Cinco

El encuentro finalmente se pospuso. Pedro la llamó el día antes del encuentro para posponerlo con una excusa que a Anamarìa le pareció bastante endeble por decir lo menos. En realidad la explicación de Pedro de sonó a excusa pura y dura aunque dos minutos después ya había elaborado un sólido… bueno, más o menos sólido argumento para convertir esas excusas en contundentes razones. Fijaron nueva fecha y nuevamente el hombre se las arregló para postergar el encuentro. Esta vez no puso excusas. Simplemente argumentó que presentía que aún no era el momento y temía terminar con la magia.
Anamaría se burló sin demasiada crueldad. Ella también sentía de tanto en tanto la picazón incruenta de la duda, que en su caso compensaban tanto la curiosidad por conocer al hombre que casi sin querer le había devuelto la confianza en el género masculino, como la ansiedad de saber si en definitiva esa especie de amor que se le adueñaba día de las entrañas tenía bases tan sólidas como las que ella pretendía creer cada noche al acostarse.

En la barca de la incertidumbre navegó tres semanas más.
Se encontraron al fin en el Facal una tardecita de febrero.
Ella se vistió con lo mejor que tenía sin caer en la formalidad severa del vestido largo. Estrenó unas sandalias
cuya inauguración oficial había sido largamente postergada porque aunque le embellecían los pies, cada vez que se las había puesto, las había percibido anodinamente incómodas como un mal recuerdo que una no logra precisar.
Tal vez fue por eso que llegó al bar caminando con una distinción de divinidad pagana, deslizándose entre las mesas como un susurro hasta llegar a donde estaba Pedro aguardándola trajeado absurdamente como si esperara a la Cenicienta.
Encantada por tal deferencia, Anamaría demoró unos minutos en caer en cuenta de que Pedro era mucho más viejo de lo que ella se imaginaba.

Se quedaron en el bar más de tres horas y el tiempo a Anamaría se le pasó volando al igual que le ocurría cuando hablaban por teléfono.

Pero en medio de la conversación, ella se preguntaba como podía haberse enamorado de un hombre tan anciano. Si cerraba los ojos, podía obviar ese detalle, en la voz de Pedro había algo joven, fuerte e invencible. Pero al abrirlos, la realidad de estar frente a un tipo que llevaba no menos de sesenta años sobre los hombros, la sobrecogía como una nube gorda y negra cargada de presagios.

Se acostó casi a las dos de la mañana. En su cabeza, no cesaban de girar las imágenes de ese hombre veterano que la había tratado con rigurosa cortesía y a la vez no había ni por un momento dejado de traslucir en todas sus palabras y todos sus gestos, un amor que ella había decidido no merecer.

Demoró mucho en dormirse. Le pareció que toda la noche, pero en realidad fue algo menos. Para cuando se entregó a los brazos del sueño, había decidido acabar con todo eso. Le pareció insano enamorarse de un tipo al que tal vez no le quedaran ni diez años de vida. Recién entonces, meditando en su cama a la vez que se giraba hacia un lado y hacia otro enredándose en las sábanas calurosas del verano, llegó a entender el horror de la vida solitaria que llevaba desde hacía dos años. El peso de la soledad la golpeó con su martillo de desazones y se prometió a si misma que no volvería a repetir la experiencia. De alguna manera se estaba curando. Los primeros meses de la casona silenciosa fueron los peores. Luego, paulatinamente, la soledad se fue domesticando como un animal salvaje que se aproximara todas las noches a comer de su basura. Ahora se había vuelto soportable y la sola idea de aproximarse a un hombre para perderlo tal vez poco después en manos de la muerte, se le hacía repulsiva. Sería repetir esos primeros meses de silencio, y sabiendo además que esta nueva soledad tendría el carácter irreversible de la muerte. No lo soportaría. No quería soportarlo.

Se levantó sintiéndose pesada y con la boca pastosa. Llegó hasta el baño chico y se lavó los dientes incluso antes de sentarse en el water. Recién cuando lo hizo, los acontecimientos de la noche anterior se le vinieron a la mente como si se hubiera abierto la puerta de un placar atiborrado de objetos heterodoxos que se derraman en una catarata ruidosa ni bien tienen oportunidad.
Y con los recuerdos, nuevamente el temor. Mientras se tomaba el café de la mañana sentada en la mesa de la cocina bajo el zumbido insistente de los tubos de luz, se propuso considerar el asunto seria y detenidamente. Dejándose a si misma de lado si fuera necesario para tomar una resolución objetiva. Odiaba perder el control y lo había perdido durante meses. Era hora de definir con todas las cartas sobre la mesa y apegarse férreamente a esa resolución fuera cual fuera.
Intuía claramente que Pedro la haría feliz. Definitivamente el hombre era agradable, su charla encantadora y sus modales le hacían presumir que sería tratada como una reina. Pero el asunto de la edad no era menor. ¿Cómo sería sentir esos pies seguramente fríos en la cama? ¿y si tras unos pocos años de felicidad, el hombre enfermaba de alguna cosa crónica y o inhabilitante? ¿sería ella su enfermera hasta quien sabe cuándo?

Pero nada de eso era lo importante. La cuestión era  fundamental. ¿Cómo se las arreglaría para soportar otra vez el largo duelo de la soledad que recién ahora se daba cuenta, le había costado enormemente atravesar?

Con esta idea en la cabeza, se levantó y dejó la taza de café dentro de la pileta de la cocina. Le dejó caer un chorro de agua dentro para que no se pegara el azúcar en el fondo y dejó ambas cuestiones, taza y Pedro, para después sin acordarse siquiera de los huesos de su madre.

Salió a caminar. La mañana de domingo estaba llena de silencios y los plátanos derramaban su sombra inigualablemente fresca por las calles del barrio. Por un momento loco, lamentó no tener un perro para que la acompañara en su paseo pero desecho ese pensamiento por enésima vez en el último año. Un perro me limitaría la libertad, pensó sin profundizar en el hecho de que no hacía otro uso de esa libertad que el de dejar la taza sin lavar en el fregadero, cosa que seguramente al perro le importaría un carajo. Tomó por General Flores. Aquí y allá se percibían los destrozos habituales de un sábado de noche. Pedazos de botellas de cerveza, algunos cascotes, cosas así. El aire aún era fresco, pero podía presentirse en el ambiente la proximidad de un mediodía bochornoso. Una pareja, probablemente un matrimonio de cuarentones pasó caminando a su lado en sentido contrario. Llevaban perro, termo y mate. Anamaría lamentó no tomar mate, y por un breve instante, lamentó también no tener hombre y no tener sueños y no tener más que días grises que se sucedían uno tras otro sin otra cosa que las llamadas de Pedro, quien en definitiva la iba a lastimar de soledad tarde o temprano por la omisión irreversible de la muerte.

Era su día de lamentaciones por lo que parecía.

Repentinamente algo a su derecha la sobresaltó. Giró presurosamente hacia ese lado mientras el corazón se le descarrilaba en su nido de arterias y toda la sangre parecía escapársele hacia los pies. Vio su reflejo en los cristales de una mueblería. Nada anormal, difusos y oscurecidos los contornos de su figura, entre sommiers y juegos de livig: una mujer delgada, con cerquillo, senos pequeños y una cintura que parecía diseñada expresamente para ser enlazada por el brazo de un hombre, su musculosa bordó, vaqueros, sandalias marrones. Una mujer sola ante la vidriera de una mueblería cerrada de puro domingo. Ella y nada más que ella.
Entonces ¿Por qué le había parecido ver por el rabillo del ojo, en el reflejo gris de la vidriera,  que junto a ella  a su izquierda, caminaba su madre?


Seis
El domingo de tarde, Anamaría se acostó a dormir la siesta, una tentación a la que generalmente oponía toda la fuerza de su voluntad.
Durante los meses posteriores al divorcio cayó según sus propias palabras, en estado de hibernación. El sueño había sido su único refugio contra esa sensación intensa de fracaso que parecía inundarle los pasillos del alma con sus omnipresentes aguas pestilentes. Tras unos meses, decidió ponerle coto a la situación y cota al sueño. Desde entonces no había vuelto a acostarse por la tarde ni a tomar comprimidos que la ayudaran a dormirse.
Pero el cansancio de la trasnochada y la falta de costumbre prevalecieron esta vez y se dejó vencer por el llamado tentador del lecho.
Había soñado, cosa que no le era para nada habitual. Pocas veces recordaba algún sueño y el que tuvo esa tarde, fue tan vívido que más bien tenía visos de presagio.
Soñó que caminaba por General Flores tal como lo había hecho por la mañana. Se detenía ante la vidriera de la mueblería a mirar su reflejo en los cristales. De repente se abría la puerta de la mueblería silenciosamente y ella perpetrando esas estupideces que uno hace en los sueños sin poder evitarlas, entraba. La mueblería estaba vacía excepto en el rincón más alejado, a su izquierda y al frente, donde se conglomeraba un pequeño grupo de personas alrededor de algo que ella no podía ver.
Se aproximó trazando un sinuoso camino entre mesas de luz, sommiers y camas de niño hasta llegar al sitio donde el grupo estaba reunido. Las personas le eran totalmente desconocidas a excepción de su hermana que conversaba con alguien en voz baja pero sin duda animadamente. Probablemente le estuviera contando las hazañas de Facundo. Se acercó más penetrando entre el grupo de personas como un explorador que se abre camino entre la maraña indómita de una selva. En el centro del grupo, había un féretro. Se trataba sin duda de un velatorio.
En fin, pensó- era obvio que se iba a morir, menos mal que no seguí adelante con esta locura. Se acercó más al ataúd aunque cada vez tenía más claro que lo único que quería era irse de ahí. El cajón estaba cerrado pero tenía una especie de mirilla a la altura del rostro del difunto. No había ningún símbolo religioso en la tapa, pero sí un cirio amarillo que ya se había consumido bastante porque lo rodeaban abundantes raíces de sebo derretido dándole el aspecto de un árbol triste que se consume en llamas pero sin poner en ello empeño alguno. La mirilla estaba decorada con cortinas de voile negro bordeadas de elegantes encajes.
Anamaría se preguntó cómo era posible que la cortina no cayera sobre la cara del muerto y se mantuviera paralela a la tapa. Probablemente tenga algún alambre que la sostiene, pensó mientras seguía acercándose. Desde las doce de su reloj, le llegaba el runrún de la conversación de Sonia explicando el último sobresaliente que era inmerecido porque no había ninguna nota más alta en la escala escolar aunque la propia directora le había dicho que ese trabajo merecía… llegó al féretro. Se aproximó a la mirilla esperando encontrar por última vez el barbado rostro del Pedro con los ojos cerrados en la placidez de la muerte.
La mirilla reflejó su propio rostro. Eso la asustó un poco. Miró mejor. Bajo el reflejo de su rostro curioso, su propio rostro gris y sin paz, con una expresión de tristeza infinita, enmarcado entre los encajes negros y coronado por una tiara de flores de manzanilla, parecía acusarla de haber muerto en soledad.
Al despertar, mientras iba hacia el baño bajo el feroz apremio de la vejiga, se percató de un detalle final de su sueño que la aterró: mientras miraba su propio rostro muerto y triste dentro del féretro, el reflejo de su propia faz en la mirilla fue adaptando exactamente la misma expresión desgarradora de la cara que había debajo, como si esa tristeza fuera un virus que le iba pudriendo el alma.
Esa noche se sentó como siempre en el sofá a esperar la llamada de Pedro. Algo había cambiado sutilmente en su talante y la pierna izquierda, habitualmente cruzada bajo el cuerpo, ahora se flexionaba junto a su hermana, bien pegaditas como si estuviera sentada en la sala de espera de la dirección un colegio de monjas esperando por una entrevista de trabajo. Los últimos vestigios de la pesadilla se habían disipado hace horas dejando muchas más preguntas que respuestas. Preguntas que Anamaría archivó inmediatamente en el cajón de no abrir nunca más. Había decidido terminar con cualquier expectativa de Pedro, sin saber que en realidad estaba suicidando sus propias esperanzas.
Lo hizo y de una forma bastante cruel y directa que en definitiva era la única que manejaba. Pedro escuchó pacientemente. No pareció que se asombrara, más bien por el contrario, daba la impresión de que se esperaba algo así. Eso alivió en buena medida la conciencia de Anamaría. Si algo había temido durante toda la tarde, era enfrentar la decepción del anciano, situación para la que no se sentía demasiado preparada. Mejor dicho, nada preparada.
-Era inevitable- comentó – el destino no se cambia.
-¿Qué tiene que ver el destino en esto? Preguntó. Es simplemente que no me siento capaz de pasar otra vez un duelo. Tengo miedo.-
-El destino siempre tiene que ver. ¿No le he comentado varias veces que soy fatalista?-
-¿Y ahora qué?- preguntó Anamaría desechando rápidamente la cuestión del destino. –Lamento mucho haberlo defraudado y lo que voy a pedirle es terriblemente egoísta… yo, bueno, casi siento asco de mi misma, pero me gustaría que siguiéramos hablando. Se me ha vuelto imprescindible esta conversación diaria ¿sabe?-
-Lo sé, claro que lo sé. Y claro que seguiremos hablando. Hagamos de cuenta que lo de anoche no pasó. Que nunca nos vimos, qué… - al hombre pareció quebrársele la voz.
Anamaría se alarmó.
-Pedro, yo, sencillamente no puedo. Ya le he hablado de lo mucho que me costó superar los primeros meses de soledad, de cómo me costó vencer los viejos hábitos inútiles del matrimonio a los que me apegaba para no darme cuenta de que toda mi vida se había caído de traste. Usted me ayudó montones a superar todo eso y ahora que quedó atrás, bueno, más o menos atrás, no quiero tener que repetirlo nunca. Antes prefiero seguir sola.-
-Lo sé perfectamente Anamaría.- el hombre parecía haberse recompuesto. –el que lo sepa no lo hace menos oneroso, pero entender siempre es mejor que andar a ciegas. Sobre todo tratándose de relaciones humanas. No le reprocho nada, más aún, me siento obligado a agradecerle la sinceridad.-
-¿Fue muy difícil su duelo cuando falleció su señora?-
-Difícil tal vez no tanto. Se trató de un hecho esperado y la muerte fue en definitiva una liberación para ella, pero sí largo… muy largo, de hecho, se prolonga aún hoy. Pasaron unos cuantos años y aún toco su lado de la cama cuando me acuesto por si la encuentro, o no… no por si la encuentro, sino más bien para cerciorarme de mi propia existencia como lo hacía cuando estaba viva ¿me entiende? Era como si antes de dormir, tuviera la necesidad de tocarle la cadera o el muslo para afirmar mi propia existencia a las puertas del sueño… suena idiota.-
El hombre parecía nuevamente caminar por el filo de una desazón inmensa, tan irremediable y profunda que ni siquiera dolía. Como una espina que lleváramos tantos años clavada en la carne, que dolería mucho más sacarla que dejarla ahí donde solamente abulta pero no jode.
Anamaría se arrepintió de haber atizado las llamas del dolor en el corazón de Pedro, pero a su vez, su determinación se vio de alguna manera fortalecida. Si el precio del amor era tan caro como para seguir siendo pagado en cómodas cuotas tantos años más allá de la muerte, más valía… ¿Qué? La respuesta no le llegó porque justo en ese preciso momento algo cambió en el ambiente. Demoró cinco segundos en percibir en que consistía el cambio: la luz del baño chico se había encendido.
En ese preciso momento el teléfono se cortó.

siete

Ni bien se cortó la llamada, el teléfono de Pedro hizo sonar su anacrónica campanilla.
Pedro habló con la anciana durante casi media hora.
El hombre recordaría después, durante una vigilia interminable en la que un nuevo duelo, insustancial como una nube se había agregado al anterior sin desplazarlo ni mitigarlo en lo más mínimo, demostrando así que el corazón del hombre es un animal irracionalmente cruel, que le parecía que ambos habían llorado durante la conversación.
Cortaron.
Fue la última vez que hablaron. No tenían nada más para decirse.

Ocho

Pedro murió dos años después, en diciembre de mil novecientos noventa y nueve. Por unos pocos días no llegó al año dos mil.
Durante los ocho años transcurridos desde la noche en que se encendió sola la luz del baño, habían hablado todas las noches. A Anamaría muchas veces le parecía que ambos eran viejos amantes que de alguna forma mágica habían logrado perpetuar un estado de noviazgo eterno. Una especie de amor inconcluso e inconcreto, que no esclavizaba ni dolía y tal vez en el fondo, -se lo preguntó muchas veces a si misma- ni siquiera importaba. Se mantenía a flote en las aguas turbias de la soledad, sin hundirse en ellas ni emerger del todo.
Desde el primer día en que lo vio, ella tomó la plena conciencia de que la muerte del hombre era un hecho casi seguro, pero aún así, no estaba preparada para eso.
Para su asombro, el duelo fue intenso, doloroso y prolongado. Tal vez tan prolongado y extenuante como si hubieran convivido, ya que su relación telefónica de alguna manera los había puesto a salvo del desgaste natural al que se exponen quienes conviven.
Noche a noche, no podía evitar sentarse en el sofá junto al teléfono a esperar nada. Una noche de diciembre, muchos años después, descubrió en sus piernas desnudas, las primeras várices.
Las primeras manchas de vejez en sus manos que acariciaban el teléfono sin saber muy bien porque, como quien tantea el otro lado de la cama donde duerme el recuerdo de un ausente, aparecieron años después. Para entonces, se había jubilado y le sobraba el tiempo para añorar. Algunas veces sus añoranzas eran tan intensas que le parecía que con sólo discar el número de Pedro, podría tener al alcance de su oído, esa voz cálida y varonil que le llenó de afecto la vida noche tras noche durante diez años.
Una noche de primavera treintaypico de años después, y pareciéndole una total locura, levantó el tubo y lo llamó.
Cuando del otro lado, la voz que tan bien había conocido, le respondió, no pudo evitar llorar a gritos la desesperación de su soledad irreversible.
-¡Dígale que no tiene que ser así! ¡Qué se arrepentirá toda la vida! le gritó entre sollozos descontrolados, mientras el tiempo entero se confundía a su alrededor y el candado de la soledad se le cerraba finalmente en el corazón.


Salinas, diciembre 2010 febrero 2011.