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La estupidez es el único veneno cuyo efecto mata a los sobrevivientes.

Se publican aquí las cuatro partes escritas hasta ahora del cuento largo "La Conspiración" una historia policial en medio de las peripecias del Tercer Mundo.




Capítulo 4: Todo lo que pueda ir mal...:

22.9.10

Así era

Mientras la anciana los miraba con el gato apretado entre los brazos, los cuatro muchachos destrozaban todo en busca de dinero o cualquier objeto de valor que pudiera haber guardado en los antiquísimos cajones, tras los cuadros firmados por anónimos pintores y opacados por el velo ocre de los años, tras los retratos de tres o cuatro generaciones de familiares cuyas vidas transcurrieron de la cuna a la tumba sin particular destaque y en esa pared empapelada a rayas con liros de agua apenas son sino alusiones a tumbas olvidadas donde nadie desde hace décadas deja flores.
El reloj de péndulo en la pared señala con una lacónica campanada que son las tres y media de la tarde. El sol se filtra duro como una piedra de cuarzo masticada sin saber en medio de una hamburguesa. Los adolescentes patean con odio irreverente objetos carentes de otro valor como no sea el que les reconoce el corazón. Buscan en una forma a la vez metódica y caótica que en otras circunstancias sería hasta digna de análisis. Arrasan con las copas de un cristalero y un antigua caja de barajas, queda abierta sobre la alfombra Bordeaux exhibiendo sus entrañas de tréboles y diamantes, como si fuera el contenido del estómago de un prestidigitador que explotó en medio del truco.

Le gritan exigiéndole que les confiese donde ha escondido el dinero, las joyas o cualquier otra cosa negociable. Es inútil, la anciana hace años que no oye prácticamente nada y aún si oyera no sabría que contestar.
Uno de los botijas, exasperado por el silencio inerme de la mujer, comienza a tomar carrera con el brazo derecho, para pegarle un puñetazo, ella cierra los ojos y espera. El gato le clava las uñas en ambos muslos pero la anciana ni se entera. Siente su propia orina escurrirse hacia el pañal y el miedo se hace enorme como una montaña infinita que le crece en el pecho.
El golpe no llega. Tal vez el muchachón se arrepintió finalmente. Un hálito de compasión en una de esas, lo envolvió a último momento como un manto. Considera por un instante la posibilidad de abrir los ojos, pero se siente abrigada en la oscuridad y el silencio. Se deja estar.

Piensa que tal vez uno de los adolescentes le acaba de detener el puño en pleno vuelo a su colega. Ahora lo sabe aunque no tiene idea de por qué razón. Le oye decir “¡Pará, cómo vas a fajar a una vieja! ¿te volviste loco?” Y el otro lo empuja con ambas manos golpeándole el pecho, pero es sólo un alarde para dejar sentada su independencia. Sacude la cabeza y putea. Los cuatro siguen buscando, dos de ellos se han ido al dormitorio. La anciana oye como caen uno a uno los cajones de la cómoda y de la mesa de luz. Como vibra la cama cuando el colchón le es arrebatado con violencia. Como se despedaza el espejo comprado en Caviglia por su marido hace sesenta y pico de años.

El ruido de los cristales, la corta tanto como la cortarían los fragmentos de esa antigua luna biselada frente a la cual su marido y ella increíblemente jóvenes, hicieron el amor una mañana de abril de mil novecientos cuarenta y seis, él detrás de ella aferrando con ambas manos sus senos nuevos como si se tratara del único refugio contra la muerte y ella excitándose más y más con ese reflejo audaz que la multiplicaba y le multiplicaba el placer.

Frente a la luna espejo, vio crecer su vientre luna a luna del tiempo, expandiéndose hacia todas partes como se supone, se expande el amor de Dios. Parado ante él, vio a su hombre examinarse con ojo crítico el abdomen exacerbado de cervezas y ravioles a medida que las canas le invadían el cráneo como bárbaros albinos y se probó aquel vestido azul que jamás le gustó porque le sentía olor a sangre aunque Raúl se riera de ella y la tildara de supersticiosa.

Y se vio peinando a Joaquín, y armándole la moña y salpicando con Agua de Colonia sus cabellos negros tan parecidos a los del padre. Y cepillándole el traje de la primera comunión y a Raúl enseñándole a Joaquín a hacerse el nudo de la corbata, y a Joaquín con veinte años, pidiéndole a ella que le enderezara ese nudo o le recortara algunos cabellos presurosos que crecían más de la cuenta.

Se vio probándose el vestido para la boda de su hijo, un vestido claro y adusto como el que las viudas blancas llevaban en el medioevo una vez que muertos sus reales maridos quedaban condenadas a una viudez eterna y alardeante y tramando la primer trapisonda contra su nuera, una chica que jamás le había gustado porque tenía apariencia de infeliz, dientes desparejos y una tristeza indefinible que le daba un aire culpable como si viviera en eterno estado de remordimiento, y la segunda donde casi logra que se divorcien de no haber sido por la almacenera que juró y perjuró que Sofía había estado hasta las dos de la mañana jugando a la lotería en su casa junto con otras amigas, y cuando al tercer intento su propio hijo le juró que jamás volvería a pisarle la casa. Vio al nieto al que también peinó frente al espejo y que era la viva imagen de su padre a esa edad y le era llevado a escondidas por la gracia de su odiada nuera una media docena de veces en media docena de años hasta que Joaquín descubrió las visitas clandestinas y las prohibió, y su soledad definitivamente consolidada tras la partida de Raúl, esa soledad que no rompían ni el gato ni Amanda, la mujer que la cuidaba y hacía de intermediaria entre ella y ese mundo que la iba dejando de costado como se deja una escoba vieja a la que nadie se decide a tirar y se la guarda por las dudas en el garaje, y la sordera imponiéndose día a día como un veneno lento, y los jóvenes pateándole la puerta y rompiendo sus pertenencias con caótica meticulosidad mientras ella atada a una silla de ruedas no podía hacer más que mirarlos aterrada y el péndulo del reloj que marca en su vaivén el camino hacia las tres y media de la tarde, la campanada, el puñetazo que se aproximaba irreversible pero detenido a último momento por la muerte, y el espejo del cuarto que se rompía en mil pedazos y ella con su marido increíblemente jóvenes haciendo el amor frente a la luna una mañana de abril de hace sesenta y cuatro años, él a sus espaldas aferrándole los senos como quien se aferra a una última esperanza y ella descubriendo finalmente que el infierno es una puerta giratoria de la que nadie sale después de haber entrado.

1 comentario:

MARIA FELIZ dijo...

me fascino ... siempre me fascinan los espejos verdaderos portales a mi entender...

y que detalle la mension de esos muebles de Caviglia