Novedades.


La estupidez es el único veneno cuyo efecto mata a los sobrevivientes.

Se publican aquí las cuatro partes escritas hasta ahora del cuento largo "La Conspiración" una historia policial en medio de las peripecias del Tercer Mundo.




Capítulo 4: Todo lo que pueda ir mal...:

21.9.10

Amanecer con Pablo.


1

Un impulso inexplicable



A las ocho y veinte de la mañana, como todos los días, Lea, la mucama y enfermera de Elena, salió del edificio rumbo al minisuper que estaba a tres cuadras.

Cualquiera que mirara su semblante con atención vería en él las huellas de la falta de sueño y los inconfundibles surcos de la preocupación. Elena había pasado otra mala noche. Sobre las tres de la mañana se despertó llorando y llamando a su marido muerto veintipico de años antes. Lea se levantó de un salto; dormía en el cuarto de al lado que alguna vez habían pensado vagamente en destinarlo a cuarto de costura, biblioteca, o escritorio pero que, en definitiva, quedó siempre abierto a los recuerdos como el dormitorio del hijo ido. Llegó casi corriendo deshaciéndose por el camino de los últimos atisbos de un sueño ya olvidado. Encendió la luz mientras que el llamado animal de de la anciana dueña de casa se le infiltraba entre los resquicios del alma, como el dolor de un perro recién atropellado e irreversiblemente agonizante que busca una última mano que lamer, una última caricia para recibir tirado contra el cordón de la vereda.

Lea la consoló como pudo. Escuchó por un rato su retahíla de lamentos y nostalgias irreversibles como la muerte y logró que, tras un par de horas y una tisana de yuyos, se volviera a dormir.



Ahora, caminando se pregunta cuanta angustia ajena podría tolerarse antes de que se convirtiera en propia. Cuanta soledad cabría en el corazón antes de que éste se despeñase definitivamente por los terrenos sinuosos de la demencia. Lea tenía ganas de llorar y eso le molestaba como un orzuelo incipiente en el ojo ciego de la calma. Llegó al mercadito) a esa hora en que Punta Carretas es una maravilla de quietud y el sol se rompe en los colores de los vitrales.



En las afueras del comercio, un niño que como mucho tendría un año y medio sentado en un cochecito, lidiaba con una banana que parecía haberse hecho papilla en sus mejillas y mentón, sin contar con que buena parte de ella había ido a parar al babero celeste con el dibujo del dinosaurio Barney.  Mientras se embadurnaba el rostro con banana miraba con ávida atención, los cajones apoyados en la pared exterior donde se amontonaban las frutas y las verduras iluminándole al niño la mirada con los colores de la moribunda primavera.  Lea se preguntó donde estaría la madre y, ya dentro del local, su interrogante recibió respuesta al observar a una chica joven con un uniforme de niñera vagamente británico que conversaba animadamente con el chico que estaba a cargo del puesto mientras él pesaba bolsas llenas de comida para perros.  La cajera, aún con cara de sueño, intercambiaba mensajes de texto con esa velocidad que sólo los jóvenes son capaces de desarrollar. La mañana parecía el Emporio de la Pereza. Lea rebuscó, yendo y viniendo por los pasillos, las provisiones de su breve lista. No había leche extra calcio; mala suerte, pensó, es la tercera vez en la semana que no encuentro, voy a tener que cambiar de almacén. Tomó una bolsa de leche para el primer crecimiento y luego sin estar segura de porqué, agarró otra más.

En unos diez minutos terminó la compra.  Esperó a la cajera que la miró con expresión enfurruñada mientras, con evidente mala gana, dejó al costado el teléfono móvil y empezó a pasar la mercadería por el escáner sin dirigirle la palabra o mirada. El celular aulló “tienes un mensajito” con voz y música de cumbia villera, mientras vibraba intensamente al costado de la caja exigiendo atención como un niño caprichoso. La niñera seguía charlando con el verdulero; mirando ocasionalmente el carrito del que desde donde ella estaba, podía verse una de las asas con forma de mango de paraguas.

Lea salió a la calle y la deslumbraron los reflejos. Miró hacia el cochecito del bebé y éste estaba vacío.

Sintió un sobresalto repentino en el corazón como si la ausencia de ese chico fuera de alguna manera su responsabilidad. Buscó con la mirada y vio al bebé apoyado en el cajón de las naranjas e intentando trepar por él. En su rostro podía leerse una concentración feroz. Su mano derecha estaba asida al borde superior del cajón, la mano izquierda se extendía ansiosa en busca de un morrón rojo.  La mucama sintió a la vez alivio y rabia. Por la vitrina del supermercado, podía verse que la niñera y el vendedor proseguían su charla sin enterarse de nada.  Dudó entre levantar al bebé y volver a colocarlo en el cochecito o entrar nuevamente al local y sugerirle a la niñera que postergara su estado de celo para otro momento porque el borrego se le había salido del chango y, superados los morrones, ya estaba ascendiendo velozmente hacia los ajíes catalanes.  Se decidió por la última opción mas cuando estaba a punto de entrar a recriminar a la negligente niñera, el niño, tal vez en la ansiedad de agarrar el morrón con las dos manos, comenzó a escorarse notoriamente hacia babor, peligrando caer de nuca sobre la vereda. Lea, presurosa, llegó a tiempo para evitar la caída.  Tomó al niño y se disponía a entrar con él al supermercado cuando una idea extraña cruzó como un relámpago por la bóveda febril de su mente agotada por el sueño, un “¿y si?” peligroso como el filo de una navaja de barbero, en tanto que contundente y atronador como un cadenazo dado contra una puerta de chapa.

Lea se percató de que por unos cuantos minutos, mientras no pudo sacarse la preocupación por el bebé desatendido de la cabeza, no había pensado ni un segundo en su propia angustia ni en Elena hundiéndose lentamente en los marasmos de la desmemoria; ese pensamiento fue el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que cambiarían para siempre la vida de ambas mujeres.

No entró al local. Siguió caminando con el niño cómodamente instalado sobre su brazo izquierdo y las bolsas de la compra en el derecho. Ya se le ocurriría algo cuando llegara al apartamento, mientras tanto sólo deseaba no cruzarse con alguien hasta estar segura detrás de su puerta.

El cochecito vacío se iba encogiendo con la distancia como un espejismo mientras, dentro del comercio, la niñera disfrutaba de sus últimos diez minutos de primaveral desidia.



2

Mentiras blancas


Lea subió por la escalera donde era muy improbable -por no decir imposible- que se cruzara con alguien en ese edificio lleno de ancianos

Exhausta llegó hasta el noveno piso después de haber tenido que detenerse media docena de veces durante el ascenso. El niño pesaba como un cargo de conciencia y por más que lo había colocado de forma tal que la mayor parte del peso de la criatura descansaba sobre su cadera, ello no impidió que el brazo izquierdo se le agarrotara dolorosamente y le comenzara un desagradable hormigueo en la punta de los dedos.

Buscó las llaves en el bolsillo derecho del delantal dejando al niño momentáneamente a salvo en el suelo apresado entre sus piernas y la puerta del apartamento. Abrió, entró y exhaló un largo suspiro entrecortado, debido tanto al hecho de haber llegado a salvo y sin ser como al alivio de poder aligerarse de su carga después del ascenso interminable. 

En el apartamento reinaba un silencio cortado en  finas rebanadas por el tic tac del reloj del comedor.  “Elena duerme, por suerte”,  pensó Lea. Eso  la tranquilizó. Le otorgaba un poco de tiempo para idear  algo creíble que justificara la presencia del chico, explicación que, con el temor a ser descubierta y la impulsividad extraña que la había poseído como un espíritu ajeno, no había tenido la precaución de inventar por el camino.

Apenas entraron el niño gateó ágilmente hacia la pequeña biblioteca donde dormían para siempre los libros que Elena y Eusebio habían juntado durante sus años de vida en común, sobre todo en los tiempos anteriores al primer televisor,  ese convidado de piedra que ayuda a rellenar las horas silenciosas que se intercalan de vez en cuando entre la luna de miel y la muerte.

Se aferró del primer estante para comenzar a erguirse, del segundo para ponerse de pie, del tercero para ya en puntillas, intentar alcanzar una figura de porcelana que representaba a una bailarina flamenca cuya pierna izquierda, pegada con Poxipol, era el recuerdo definitivo de otras manos infantiles más antiguas.  Lea lo retiró de allí y se lo llevó a la cocina. Le dio un coquito de pan que niño miró primero con cierta extrañeza como si fuera la primera vez que veía uno. Luego se lo puso en la boca y al parecer le gustó. Un minuto después ya tenía media cara embadurnada de esa pasta que cualquier madre reconoce.  

Zoe, la gata de Lea que se había mudado con ella hacía tres años y consideraba el apartamento como de su exclusiva propiedad y, dicho sea de paso a Elena también, miró al niño con esa expresión felina de infinita apatía.  Por el contrario, el bebé estaba francamente interesado en el animal y gracias a esa comunicación inalámbrica que parecen tener niños pequeños y bichos domésticos, él supo que su oferta de pan no sería rechazada, lo que sería una manera de iniciar una amistad tan buena como cualquier otra. Intervino la mujer justo a tiempo para evitar que gata y niño llevaran adelante esa natural comunión sin ceremonia tan mal vista por la unanimidad de  los pediatras y adorada por todos los publicistas de desinfectantes domésticos.  Espantó a la gata con un manotazo más bien alegórico y reprendió al niño con la suavidad de un susurro que él respondió exhibiendo una sonrisa decorada de escasos dientes y muchas migas.

Desde el cuarto Elena la llamó.

Lea no podía dejar al niño solo, máxime sabiendo que Zoe no cejaría hasta obtener su debido tributo de pan ni bien ella le diera la espalda. Dudando entre si llevarse al pequeño o a la gata, optó por el primero, sobre todo conociendo ya su habilidad para emular a Houdini y escaparse del coche ni bien estuviera fuera de la cobertura de una mirada atenta. Se lo puso sobre la cadera y se encaminó al dormitorio grande confiando en que su inspiración le dictaría una explicación verosímil a último momento. Entro y encendió la luz. Desde la cama la anciana, a punto de decir algo, se interrumpió y miró a la mucama con una expresión de asombro algo infantil en la pantalla de los ojos.

-¿Y ese bebé?-

-Es de una vecina del primero, me pidió que lo cuidara por hoy porque ella tenía que viajar al interior. Le avisaron que tiene la madre enferma. – contestó Lea mientras abría la ventana y permitía que el dormitorio se desbordara de sol.

-¡Qué mono! – se desinteresó de inmediato de las explicaciones que tanto temía Lea no encontrar. -A ver, acercámelo más que de acá no lo veo. ¡Pero si es precioso! ¿Cómo se llama?-

Buena pregunta, pensó atrapada en una vacilación que le pareció interminable. Ella, que tan confiada había ido a la batalla terminó siendo alcanzada en el segundo disparo.

“Pablo”, estuvo a punto de decir pero se detuvo a tiempo. Ese es el nombre del hijo único de Elisa que se fue a Nueva Zelanda hace catorce años y nunca más vino ni de visita. Apenas si la llama para Navidad o el cumpleaños. A Elisa el solo hecho de recordarlo le induce intensas crisis de llanto que suelen terminar con la visita del médico y una inyección de tranquilizantes.  Tocada pero no hundida se repuso y contestó.

-Fabian-  dijo y pensó: “gracias Dios por la inspiración”  pero su agradecimiento se vio inmediatamente menguado al darse cuenta no sin cierta amargura, que ese era el nombre del hijo que hubiera querido tener y nunca tuvo. “Esta conversación recién empieza y ya me está desgastando”.

-¡Ponémelo en la cama! Yo lo cuido mientras me preparás el desayuno y seguramente este mocito desayunará conmigo –.

Lea miró la alternadamente al niño lleno del pan del presente junto a la banana del pasado y a la colcha impecable. Dudó. Zoe apareció en el cuarto y se encaramó a la cama extendida sobre sus patas traseras. Observó el panorama durante breves segundos  y, una vez que hubo confirmado que todo estaba bien, subió.  No olvidaba el animal que en el pasado se había trepado a la cama durante una crisis de Elena y había terminado practicando unas habilidades de vuelo que desconocía poseer.

-¡No seas boba! La colcha se lava o se tira. –extendió la mano para acariciar a Zoe que inmediatamente mostró su lado bueno y se puso a ronronear. -En el ropero tengo más colchas de las que seguramente voy a usar en lo que me queda de vida. Si Eusebio me regalaba una por aniversario. Dale, ponelo acá - Mientras lo decía, se corría hacia la izquierda haciéndole lugar al niño, con los movimientos precavidos de quien está acostumbrado a intimar con la fragilidad de la vejez. La gata se arrimó a la anciana y buscó en vano un hueco por el que colarse bajo la sábana. Maulló una vez, con ese tono particular que utilizaba para comunicar que tenía un deseo y pretendía su inmediato cumplimiento. Elena la ignoró entusiasmada con el bebé.

Por primera vez quizás en meses, tenía una expresión feliz que la dotaba de chispas vivas en los ojos. Lea pensó: “así debieron verse sus ojos cuando joven” y un rayo de nostalgia ajena le atravesó sin piedad el corazón.

Dejó al niño al lado de Elena. Una mezcla de baba y pan cayó inmediatamente sobre la colcha mientras el bebé giraba, se ponía de rodillas y comenzaba a gatear hacia la mujer transitando el mismo trayecto que un minuto antes había hecho la gata.

Se quedó un momento junto a Elena, la miró y la convidó con lo que le quedaba de pan. Luego consideró que habiendo cumplido con el protocolo podía dedicarse a cosas más interesantes. Gateó decidido rumbo a la mesa de luz y extendió su mano hacia el vaso de agua que Lea dejaba al alcance de Elena por las noches.  La anciana se movió para contenerlo reteniéndolo suavemente de un pie. Por su parte, Lea retiró el vaso.  

-Lea, traele un poquito de agua a este pichón.- y cuando salía- Esperá, mejor preparale una mamadera de leche con azúcar ¿Te dio una mamadera la madre?-

-¿Eh? Sí. Supongo que si. Me voy a fijar en el bolso que me dejó- mintió Lea preguntándose  por primera vez como iba a hacer para conseguir todos los enseres que precisa un niño para pasar confortablemente. Podía comprarlos pero no en el barrio. Allí despertaría sospechas. Suponía que la desaparición del niño ya habría sido notada y pronto comenzaría la búsqueda si es que no había comenzado ya. Como si su propio pensamiento lo hubiera invocado, el sonido de una sirena policial se escuchó lejano pero en continuo aumento.  Luego de llegado a un pico, comenzó otra vez a descender y alejarse. En treinta segundos se detuvo repentinamente.

Entre tanto, el presunto Fabián, se paró frente a Elena y comenzó a hurgarle la oreja con unos dedos llenos de migas babeadas. Desde los pies de la cama Zoe también se aproximó interesada en las migas caídas en combate.

Lea salió del cuarto. Llegó a la cocina e hizo ruido como si revolviera algo. Luego gritó:

 -¿Podés creer que no puso mamadera ni pañales? ¡Estas madres de ahora!-

Pero Elena ni la escuchó. Arrullada por la gata, el bebé y el aire tibio de la primavera que entraba por la ventana, se le filtraron en el alma dichas que creía perdidas para siempre.





 3

Desventuras urbanas

Comió una papilla de puré y espinaca bien pisada. Se cagó como correspondía y, a falta de pañales, cortaron una sábana apelando al antiquísimo sistema del alfiler de gancho para sujetar otro trozo de sábana a modo de chiripá. Luego Lea se fue de compras y con cierta preocupación lo dejó en la cama con Elena. El bebé se durmió inmediatamente. Elena se quedó velando y mirando televisión. Por suerte para la mucama, el cable no tenía canales nacionales o sea que, por ese lado, no corría riesgos de que la anciana se enterara de la verdad.

Lea caminó hasta la parada del ómnibus dispuesta a adquirir lo que necesitaba en un local fuera del barrio. Se cruzó con dos patrulleros que transitaban lentos. Le pareció que, desde dentro, uno de los policías la miraba con detenida atención y sintió la fuerte tentación de ocultar el rostro. Pero no lo hizo al recordar una frase bastante usual cuando era adolescente: “no corran que es peor”. Le causó gracia el recuerdo y sonrió para si misma a pesar de lo precaria de la situación. El policía pareció desinteresarse de ella ni bien vio la sonrisa. El patrullero siguió de largo y lo vio doblar a la distancia allá por 21 de Setiembre y Ellauri.



Lea se sintió aliviada al observar que el barrio no estaba alborotado por la noticia del secuestro. La misma tranquilidad cotidiana en las veredas y las puertas de los negocios, la misma paz primaveral a la sombra de los árboles esporádicos que reventaban en sombras. Exceptuando los dos patrulleros todo parecía normal. Claro, a las dos y media de la tarde no era de esperarse que hubiera mucha gente en la calle. Tal vez fuera distinto a su regreso. Tomó el primer ómnibus que pasó sin preocuparse siquiera por fijarse a donde iba,  Cualquier lugar le daba lo mismo siempre y cuando en él pudiera cubrirse del necesario anonimato como para comprar pañales, mamadera y chupete (por las dudas de que el chiquito diera lata por la noche, que con Elena le alcanzaba).

Se bajó en Centenario y 8 de Octubre, lugar que le pareció lo suficientemente alejado. No había caminado ni diez metros cuando se percató de la presencia de policías en la calle que paraban sobre todo a los taxis e inspeccionaban el interior. Sólo miraban sin pedir documentos o interrogar a los pasajeros, aunque ocasionalmente parecían preguntar algo a los conductores. Su preocupación subió un escalón más hacia la azotea del pánico, cuando comprendió que sólo detenían coches cuyos pasajeros fueran del sexo femenino. “Están sobre la pista” pensó mientras cruzaba hacia el cantero central de Centenario en busca de la farmacia.  En 8 de Octubre había más policías. Se asustó y decidió tomar otro ómnibus. Cruzó la avenida y tomó uno hacia el centro. Allá, pensó, se confundiría en la multitud con mayor facilidad.  Sentada en el asiento de los bobos se daba cuenta de cómo el pánico le roía las entrañas como un cáncer disparado y no podía hacer nada por mantenerlo a raya. Tenía la garganta seca y hubiera dado todo el contenido de su monedero por un trago de CocaCola fría. En sus axilas, manchas de sudor crecían lenta pero notoriamente como el cauce de un arroyo con la lluvia. Una policía subió al bus. Pasó frente a Lea y a ésta le pareció que la mujer miraba uno a uno a los pasajeros como quien busca un rostro conocido en la multitud que acude a un festival. A Lea comenzó a picarle todo. Principalmente la nalga izquierda, el sobaco derecho y el centro de la espalda. Sentía el sudor deslizándose como lava desde la parte inferior de los senos hacia el sur. Disimuladamente se refregó contra el asiento en busca de alivio. Entendió perfectamente la expresión popular “parece que tenés hormigas en el culo” porque justamente eso sentía. Hormigas caminándole por el trasero y provocándole una incomodidad insufrible e insuperable. Hormigas caminándole por la espalda, hormigas aferrándole los músculos gástricos, hormigas que se le trepaban al cerebro por una escala oculta  que recién ahora descubría.

El chofer del ómnibus o mejor dicho la chofer –se trataba de una robusta dama que parecía haberse apropiado del secreto de la felicidad porque no dejaba ni por un momento de sonreír-  tenía una decidida habilidad para enhebrar  todos los semáforos en rojo. Es más, parecía aplicarse con esmero a ello como si eso consistiera el centro de toda su atención. Tal vez se sonreía pensando en la calentura de los pasajeros, consideró Lea con desazón. Frente a la Universidad había una concentración y eso enlenteció aún más la marcha del bus que demoró más de quince minutos en recorrer las dos cuadras entre Acevedo Díaz y Gaboto.

Entretanto un viejo, cuyo olor corporal no dejaba dudas acerca de la poca afinidad que tenía con el jabón, entonaba canciones de Los Olimareños con tan poco tino que Lea sintió algo de vergüenza ajena. Por si fuera poco, parecía tener tanta enemistad con la guitarra como con el jabón. El resultado era aberrante y atrapados juntos en el ómnibus por la mano de un destino aciago, pasajeros y cantor convivían de mala manera a al espera de que el coche saliera de la aglomeración.

El tipo seguía entonando, había arrancado con “Quiero a la sombra de un ala”, seguido por “La Ariscona”, “Vivián” y ahora comenzaba con algo que un optimista empedernido podría calificar como una pobre tentativa de cantar “Nuestro Camino”. Se notaba que el hombre, por dignidad o por maldad, ¿quién sabe? no quería suspender la trova entre tanto estuviera sobre el coche. Algunos lo estaban mirando mal y un par de planchitas subieron ostentosamente el volumen del celular desde el que una cumbia informaba al público sobre las preferencias de una chica en referencia al tamaño del miembro de su partenaire. La combinación de ambas composiciones era francamente desopilante y Lea sintió con alivio, que el pánico comenzaba a descender a niveles tolerables en tanto la hilaridad de la situación le excitaba el sentido del ridículo.

El guitarrero se bajó en Magallanes. El ómnibus entero suspiró con notoria dicha y alguno hizo el amague de aplaudir mientras bajaba. Entretanto los planchas desaprovecharon la oportunidad de ganar amigos bajando el volumen. Varios los empezaron a mirar de pesado y la vecina de asiento de Lea hizo un comentario sobre el pésimo gusto de la canción y lo procaz de su lenguaje. Lea contestó con un lugar común del tipo “la juventud está perdida”, “siempre que llovió paró” o algo por el estilo,  con estudiada descortesía. Lo que menos necesitaba en ese momento era una conversación con una desconocida sobre la calidad de la música o las carencias morales de la nueva generación. Lo que precisaba era concentrarse en mantener lejos de sus pies las llamas voraces del miedo y en encontrar una forma medianamente racional para deshacer el nudo en el que se había metido tan irreflexivamente.

<---------------------------------hasta acá corregido------------------------------------------

 Concluyó ése viaje accidentado y tortuoso, bajándose en 18 y Convención. Cerca había una farmacia, si no recordaba mal. Caminó una cuadra y media y allí estaba. Una farmacia antigua de esas que aún olían a desinfectantes y químicos, no a jabón de tocador. Dentro del local el ambiente era caluroso y denso como en el interior de una cabina telefónica. Un ventilador de techo que parecía salido de una película de los años 20, giraba perezoso como si tuviera miedo de espantar las moscas, tal vez por una cuestión de parentesco porque ocasionalmente emitía unos chillidos de los que uno asocia con insectos gigantes es una película de cuarta. Ante el mostrador, una anciana de aproximadamente 120 años, adquiría medicamentos que llevaba anotados en una lista enorme de la que los iba tachando a medida que la empleada se los alcanzaba. Lea se preguntó si la buena mujer acaso no querría cumplir el sueño de la farmacia propia.

Se dedicó a investigar los anuncios pegados a la pared mientras aguardaba que llegara su turno y con esa mala suerte que suele tener uno cuando anda con los nervios de punta, el primero que vio se refería a un niño extraviado.

Se alejó de los anuncios con el estómago hecho un nudo.

Del lado opuesto del local sobre el mostrador había unos prospectos y se dedicó a investigarlos como si de veras le interesaran, pero en realidad su mente estaba a kilómetros de allí.

Un huracán se adueñó de su cabeza, donde los pensamientos se asemejaban a un perro persiguiéndose la cola y cada uno empezaba por su propio final. La cárcel se le aparecía como una posibilidad bien próxima, pero también la mortificaba el abandono en el que quedaría Elena, y su gata, y el bebé que tal vez necesitara algo mientras ella estaba ahí clavada en la farmacia esperando que la vieja se comprara todo el Farmanuario de la A hasta la Z y la cárcel y Elena inmovilizada en una cama desde hacía dos años y así proseguía esa rosca infinita del espanto que escapa de control cuando las probabilidades están todas en contra y una puerta ominosa que generalmente está cerrada, deja escapar terrores delgados como hilos que por si solos no son nada, pero se aglomeran como el algodón de azúcar, sólo visible cuando se amontona alrededor del palito; entonces te abruman hasta el punto de querer salir huyendo hacia ninguna parte.

En ese punto uno se da cuenta de que hagas lo que hagas, todo está irremediablemente perdido.

Al fin llegó su turno. La empleada sudorosa como un camionero, le preguntó que deseaba mientras le sonreía con un gesto profesional que resultaba hueco como un contrabajo.

-Una mamadera, dos chupetes…-

-¿Anatómicos?-

-Sí por favor.- contestó Lea tras un instante de vacilación.

-¿Color?-

-Celestes ¿Puede ser?-

Sin contestar, la empleada le dio la espalda y rebuscó en los anaqueles. Le trajo lo pedido.

-¿Esta mamadera está bien? Es anatómica, pero si quiere le puedo ofrecer otras más económicas.-

-Esa está bien, gracias. Necesito dos paquetes de pañales también.-

-¿De cuántos?-

-¿De cuantos vienen?-

- De 6, de 18, de 24, de 48 y de 64 los más grandes.-

-De 18 entonces.- Lea no pensaba que fuera a abrir siquiera el segundo paquete. Su ansiedad se elevó un punto más. ¿Acaso no había notado una chispa de suspicacia en los ojos de la empleada? Seguro que no. Eran sólo los nervios.

-¿…?-

-¿Perdón? –se disculpó Lea.- Estaba distraída.-

¿De qué talle los pañales?- repitió la empleada y un matiz de exasperación y ¿otra cosa? se filtró en su pregunta. Después de la paliza que le dio la vieja del farmanuario ahora esta tarada se las agarra conmigo pensó Lea. ¿de qué talle? ¡la gran puta! ¿De qué talle?

-Grandes- La vacilación había sido demasiado prolongada. Lea se daba cuenta y la vendedora también. Se disculpó.- El calor me tiene agobiada, creo que me subió la presión.-

La farmacéutica miró de soslayo el aparato de tomar la presión que estaba en un anaquel detrás suyo. Pero no le hizo ningún comentario y Lea agradeció a Dios por los pequeños favores.

Se dio cuenta de que la mujer le estaba preguntando algo. Con esfuerzo volvió a la realidad.

-¿Cómo dice?-

-¿De qué marca?-

Esta agonía no se termina más pensó Lea. ¿de qué marca? ¿Qué mierda sabía ella de las marcas de pañales? ¡Pero claro qué sabía! ¿Acaso no los compraba semanalmente para Elena? Mencionó la marca y la vendedora fue al fondo a buscarlos. Por los nervios estuvo a punto de ahogarse en un vaso de agua.

La farmacéutica volvió con los pañales. Los puso sobre el mostrador.

-¿Algo más?-

-No. ¿Cuánto es?-

Se encaminó a la caja con andar cansino.

-¿Cómo va a pagar?-

-Con tarjeta. ¿Acepta Visa?- Lea tenía desde hace años una extensión de la tarjeta de Elena.

-Claro- dijo con cara de estar pensando en otra cosa mientras digitaba rápidamente en el teclado de la caja.

Cuando Lea le entregó a la farmacéutica mágicamente transformada en cajera, la tarjeta y la cédula, la mujer le sonrió con franqueza por primera vez.

-¿Sabe?- dijo –Ahora que me pagó con tarjeta me tranquilizó. Con esto del secuestro del bebé en Punta Carretas… la policía nos pasó un comunicado para que denunciáramos cualquier compra sospechosa de artículos para bebes, sobre todo por gente que no sea conocida. Y bueno… por un momento pensé que… pero claro, ningún secuestrador iría a comprar con tarjeta. ¿sería una estupidez no? ¿Dirección?-

Lea se la dijo. Ella la digitó rápidamente. – ¡Mire que casualidad! – usted también vive en Punta Carretas- sin mirar a la clienta. De haberlo hecho, difícilmente habría podido evitar la empleada ver su palidez. -¿Teléfono?... bueno, firma y cédula por favor.-

Lea salió. Se sentía helada, las piernas le temblaban de tal forma que temió caer en cualquier momento.

Buscando recuperar el control se quedó un momento mirando la vidriera de la farmacia. La temperatura en la calle debía ser 10 grados menor que en el interior. El sudor se le había congelado en la espalda y debajo de los senos.

Dentro del local, la empleada sin darse cuenta que Lea la miraba, tomó el teléfono y marcó.



4

Hagan lo que sea. ¡Lo que sea!



Bajó las escaleras de la Jefatura a una velocidad pasmosa, después de intentar media docena de veces comunicarse en vano con Investigaciones ya que el teléfono le da siempre ocupado. Entró como un torbellino dejando de lado su natural gesto pausado. En la oficina había unas diez personas y en todos los rostros se notaba la preocupación. Los tres teléfonos estaban siendo usados por policías que hablaban con expresión ceñuda y tomaban furiosas notas en similares blocs.

El Jefe les hizo un gesto con los dedos ordenándoles que cortaran cuanto antes. Uno a uno en el transcurso de un par de minutos, los teléfonos fueron quedando desocupados, aunque descolgados para evitar interrupciones.

-Las cosas están así: acabo de cortar con el Ministro. Como saben, el chico es sobrino nieto del Ministro de Trabajo y desde arriba exigen que lo encontremos como sea aunque tengamos que suspender todas las demás investigaciones. Me comunicó que ya se les hizo llegar una recomendación a los jueces para que miren para otro lado durante cuarenta y ocho horas, no se si con promesas o con amenazas y tampoco me importa. Lo que sí me importa es que tenemos dos días de flexibilidad en los procedimientos así que quiero que hasta el último pichi pase por el calabozo y vomite lo que sepa. ¿somos claros?-

Algunos asintieron con la cabeza. Se escucharon un par de “sí señor”.

-¿Qué tenemos?-

-Por ahora nada nuevo.- encara el subcomisario Apócrifo Méndez, a cargo del operativo.- El sospechoso es un femenino, no hay descripción, ni edad. Puede que haya entrado al comercio de donde desapareció el infante, pero nadie está seguro o sea que también puede que no. A la niñera la estamos apretando, pero parece que realmente no sabe nada. Es una pende.. perdón señor, una chica de 23 años, oriental, soltera y se distrajo, ella dice que no más de un minuto con el empleado del puesto. A él también lo tenemos y no ha dicho ni “mu”, pero ahora cuando sea interrogado bajo las nuevas órdenes, puede que recuerde algo. Sotelo es el que está a cargo. –

-Señor- dice Sotelo- es un individuo de 30 años y tiene un antecedente por hurto menor, -sin prisión- hace siete años. Después de eso se mantuvo afuera y trabajaba en el lugar desde hace dos años. Dice que cuando sucedió el hecho, estaba embolsando comida para perros a la vez que hablaba con la niñera. Es un blando. Hasta lloró. No creo que esté mintiendo, pero por las dudas vamos a apretarle un poco las clavijas a ver que sale.-

-¿Qué más?- Pregunta el Jefe.

-Solicitamos a los taxistas que informen de cualquier traslado de una mujer con un infante según descripción a los taxistas. Intentamos hacer lo mismo con los ómnibus pero es más difícil porque no tienen radio, o sea que si se fue en ómnibus probablemente haya llegado a un lugar seguro. Solicitamos a las farmacias, mercerías y comercios del ramos que informen de cualquier persona sospechosa que compre productos para bebés, sobre todo si es gente desconocida. Hasta ahora hemos tenido seis llamadas pero ninguna de ellas nos hace suponer algo fuera de lo común. Tenemos gente en la calle peinando los principales cruces, cuatro patrulleros en la zona y ya dimos órdenes a las seccionales para que vayan por los delincuentes conocidos e indaguen. Lo mismo con los informantes, Señor:-

El Jefe se rascó la cabeza.

-¿No había nadie más en el negocio en el momento del secuestro?-

-Sólo la cajera.- contesta Méndez.- Aproximadamente a la hora del hecho, entraron cuatro clientes, pero no recuerda si estuvieron a la vez en el local. Pedimos copia del disco duro de la caja y las ventas están separadas por unos diez minutos una de otra, o sea que es probable que no hubiera nadie más en el local. No creímos que fuera necesario detener a la cajera, señor. Estaba ocupada buscando una diferencia de dinero y no prestó atención a los clientes que entraron. Está segura de que sólo el primer cliente que entró era habitual- un muchacho que trabaja en un taller de chapa a dos cuardras.-

-¿Y los submarinos?-

-Nada señor. Dimos órdenes para que se lean todos los mensajes de texto enviados entre las seis y las once de la mañana rastreando palabras específicas. Por ahora no han encontrado nada. Con las llamadas sólo revisaron las del mini market. Lo mismo las de la casa del infante y el celular de la niñera. Nada sospechoso. Ni una palabra.-

-¿Tiene novio la niñera?

-No señor, por lo menos según lo que declara.-

-¿Quién está ocupándose del interrogatorio?-

-¡Yo señor!- La que contesta María Rosa Telechea, una agente de respetables bíceps. Tenía fama bien ganada de hábil interrogadora. Podía ser muy violenta, pero tenía una férrea disciplina para respetar los límites. Pero su vozarrón y su expresión furiosa solía aterrorizar a los sospechosos. Era de total confianza de la jefatura y de una honestidad legendaria. – Hasta ahora la indagada se mantiene en sus declaraciones sin contradicciones, aunque mi instinto me dice que el tiempo que se distrajo fue bastante más que dos minutos. Declara que en ningún momento dejó de controlar al menor mirándolo por la puerta que estaba abierta. Eso nos hace pensar en que el rapto fue improvisado o que la indagada es cómplice. Es impensable cualquier otra opción señor.-

-¿Y qué hay de los pichis que frecuentan la zona?-

-Tenemos ocho Señor.- el Subcomisario Recinto Pérez es el que responde.- Por ahora los tenemos detenidos en averiguaciones en la comisaría. No los trajimos porque estamos definiendo una estrategia. En eso estábamos cuando usted entró Señor. –

-¿Femeninos?-

-Ninguno señor.-



Hacia las tres y media de la tarde, cuatro policías llamaron a la puerta de un apartamento situado en un corredor a mitad de cuadra próximo al Mercado Agrícola. A los tres segundos de tocar el timbre, como nadie les había abierto, la tiraron abajo a patadas. El Taca que estaba teniendo sexo con su mujer, salió del cuarto desnudo y con una 22 en la mano. Ni bien vio a los policías, la dejó en el piso. Cuatro menos cuarto estaba en Jefatura. Par las cinco, la biaba le había ennegrecido los ojos e inflamado los testículos. Aún así, seguía insistiendo en que no sabía nada.



A la empleada de la farmacia, todos los números a los que le habían dicho que debía llamar en caso de algún cliente sospechoso, le daban ocupado. Insistió con el mismo resultado. Estaba por llamar nuevamente, esta vez directamente al 911, cuando al local entró una muchacha. Se detuvo unos segundos ante la vitrina de la bijouterie y luego, con paso decidido siguió hasta el mostrador.
-Buenas tardes ¿en qué la puedo ayudar?- preguntó Selva, que así se llamaba la empleada, colocándose a ese propósito, su falsa sonrisa profesional.



-La niñera no tiene nada que ver- Informó la agente Telechea a su superior.

-¿Segura?-

-¡Muy segura! No es más que una estúpida alzada que se distrajo demasiado tiempo con un macho, pero no tiene nada que ver con el secuestro. Cada vez me convenzo más de que esto fue al descuido.- contestó la mujer mientras distraídamente se limpiaba la sangre de los nudillos con una hoja que sacó de la bandeja de la impresora y que inmediatamente después, desechó en una papelera decorada con los personajes de Los Simpson. Mientras salía rumbo al baño masculló para si misma -¡Conchalamadre! Esto nos va a tener bailando hasta quien sabe cuando!.-



Entraron como una tromba en la Cantina de Petraca, allá por San Martín y Chimborazo. Se llevaron a todo el mundo. Para las seis de la tarde, había varias piezas dentales tiradas en el suelo de los calabozos.



Braian, el puestero pidió un abogado. Media docena de golpes de puño, le convencieron de que su solicitud era tan inútil como inoportuna.





Pasaje D 6945, Cerro Norte. Un bebé llora desconsoladamente acostado en un cajón de verduras. No hay nadie en la casita verde de la puerta rota. Su madre entre tanto, vende libros y tarjetas postales añejas frente a la Caja de Jubilaciones. Maicol Garrido, su padre, trata de recuperar el aliento sentado en el piso justo sobre su propia orina. A pesar de los golpes insiste en que no sabe de que le están hablando, pero el Agente Trípoli Gómez cree que algo puede tener guardado. Se seca las manos mientras se prepara para continuar el interrogatorio. Cincuenta tizas de pasta base, esperan bajo la cama del indagado, a que la mano de un descuidista les saque mayor provecho. El Ticholo pasa, ve la puerta rota y se manda. Cuando la madre del bebé llegue a las nueve de la noche cargada de bolsos y un kilo de grasa para hacer chicharrones, no encontrará televisión, ni radio, ni garrafa en la que calentar la leche, sólo a su niño hambriento que exhausto de llorar se quedó dormido arrullado por el zumbar de más o menos un millón de moscas.

Curiosamente, la pasta base seguirá esperando compradores desprotegida y segura bajo la cama destendida.



A la farmacia entró un cliente; un viejito viudo que siempre compraba Viagra pero nunca condones. Para pedir el medicamento hacía tantos rodeos que a Selva la exasperaba más que ningún otro.

Justo iba a llamar a Jefatura pero dejó el teléfono resignada. El ventilador gimió su dolor de rulemanes secos mientras la tarde calurosa se precipita en la noche..



5

Ahora mismo tu círculo se cierra



Se bajó del ómnibus frente a un puesto de verduras y compró bananas y manzanas para hacerle un puré al niño. Luego caminó hasta el edificio con el paso presuroso de quien está decidido, aunque bien sabía ella que no tenía siquiera una idea clara. Le aterrorizaba pensar siquiera en un futuro tan próximo como la siguiente hora, toda su perspectiva estaba constituida de un presente continuo del que no quería desprenderse.

Estaba por entrar al hall, cuando se percató de un detalle que de ser omitido podría traer catastróficos resultados. De la bolsa en la que llevaba los pañales, asomaba medio paquete con la cara de un bebé sonriente como si nunca se hubiera cagado en su vida. Si alguien veía ese envoltorio, podría seguramente preguntarse por qué la mucama de la vieja del noveno llevaba pañales para bebé. Y esa pregunta podría llevar a una conclusión fatal para la seguridad tanto de Lea como de Elena. Buscó la manera de ocultar el bulto pero no tenía medios a mano para hacerlo, Resignada optó nuevamente por la escalera. Con todo este lío – pensó – si no me muero de un infarto antes, seguro que algún kilo adelgazo. No se conforma el que no quiere.

Una vez dentro luego un ascenso que resultó hasta cierto punto reconfortante en comparación al que había realizado anteriormente cargada con el bebé, entró al apartamento, dejó los bolsos sobre el sofá y prácticamente corrió hasta el dormitorio grande. Elena y el niño jugaban alegremente con algunas mamushkas sacadas del aparador del living y un par de huevos de madera de aquellos que antiguamente se usaban para zurcir medias. Ambos estaban sanos, salvos y felices. Lea se quedó mirándolos enternecida desde la puerta del dormitorio. Recién entonces se preguntó cómo habían llegado las muñecas rusas hasta la cama. Lo preguntó incluso antes de saludar.

-Yo me las arreglé para traerlas- comentó Elena. –Fabián estaba aburrido y con las mamushkas seguramente se podía entretener sin lastimarse. ¿no fue buena idea? Ah, y también fui hasta la cocina y le preparé un tacita de leche.- comentó orgullosa como un niño de tres años que explica a su padre que le arregló la televisión en un rato de ocio.

-¿Sin bastones ni nada?-

-Sí. No tengo ni idea de donde guardaste los bastones después de tanto tiempo en la cama. Pensé incluso que los habrías tirado.-

-Me dejás helada.- Comentó Lea entrando a la habitación mientras que Zoe que hasta ese momento dormía enroscada arriba de un puff, se bajaba perezosamente y luego de refregársele un momento en las pantorrillas, salió caminando dignamente hacia la cocina, señalando de esa forma su interés en ser alimentada. -¿Está mojado? – le preguntó a Elena dándose cuenta de que era la primera vez en un tiempo que ni siquiera lograba evaluar, que no le hablaba a su patrona y amiga como a una inválida.

Elena recuperando olvidadas habilidades, introdujo su dedo por el costado del chirpá.

-Sí, seguro que sí- y luego dirigiéndose al niño .-¡meón!-

Al bebé le encantó al parecer el comentario porque inmediatamente respondió con una solemnidad digna de un primer ministro

-Caccc-ca.- se tocó el culo y sonrió como si expresarse verbalmente fuera su máximo anhelo en esta vida. Tal vez porque así nomás era.

Las dos mujeres estallaron en carcajadas y Lea aún riendo, salió rumbo al baño a buscar una toalla y una palangana de agua tibia para limpiar al precoz conversador.



-Investigaciones, buenas tardes, habla el Agente Gardel García.-

-(….).-

-Ahá… ¿Y cuándo fue?-

-(….).-

-¿Con tarjeta dice? Deme los datos... sí, estoy anotando, prosiga.-

-(…).-

…-Y su gracia ¿me dijo qué era…?.. ¿Oriental? ¿Cédula…? ¿Domicilio?..bien, no, no se preocupe por el número de teléfono, tengo el captor. Muchas gracias por su información.

-(…).-

-Si, esperemos que sí, .. sí señora, a las órdenes.-





El crepúsculo echaba su cortina de sombras hacia el este. En el cuarto grande, dos mujeres, un niño y una gata estiraban la tarde con té con leche y galletitas. Lea había colocado una toalla sobre el edredón para ponerlo a salvo de las manchas, pero con escaso éxito. El niño parecía tener una rara habilidad para dejar caer babas y migas en los lugares desprotegidos. A Elena le encantaba eso, y a su amiga, aunque ponía cara de disgusto para dejar a salvo los principios.

-Se está bien con un niño en la casa ¿no Lea? –

-Sí… y mejor aún si el niño no arruinara la colcha.-

- Me preocupa la mamá…-

Lea escrutó el rostro de la anciana intentando desentrañar el sentido de la afirmación. Había un atisbo de preocupación pero nada más.

-Por qué te preocupás? –

Elena no contestó inmediatamente. Temporizó. Tras algunos segundos, respondió.

- No se, a mi me daría angustia el alejarme de un niño tan chiquito. Debe ser eso.-

Algo de lo que vio en el rostro de Elena no le gustó a Lea. Fue un atisbo de amargura tan lejano y amenazador como un rayo divisado en el horizonte del lado del que proviene el viento.



-Señor.- El agente Gardel García aguardó que el Subcomisario Méndez sacara la cabeza del montón de informes en el que estaba sumergido. Los arrestos no habían dado resultado alguno hasta el momento. Sí se estaban investigando media docena de llamados, un par de ellos bastante esperanzadores. Uno de ellos llenaba de expectativas a los detectives. Se trataba de una denuncia referida a una mujer que había sido fotografiada en un semáforo de la Rambla cuando se pasó una luz roja a alta velocidad. Llevaba en el asiento del acompañante un bulto que bien podía ser el niño buscado. La circunstancia feliz de que esa cámara no estuviera correctamente orientada y enfocara hacia el interior del auto, generaba en el subcomisario una confianza irracional basada en su creencia casi mística de que no existían las casualidades. Levantó la cabeza para indicar al agente que le escuchaba.

-Un informe de una farmacia de acá del centro. Al parecer una mujer de mediana edad compró artículos para bebés. No era cliente habitual y se mostraba nerviosa. Pagó con tarjeta de crédito y dio una dirección de Punta Carretas, señor.-

-¿Pagó con tarjeta? Dudo que un secuestrador pague con tarjeta. Nadie se mandaría semejante cagada. Sólo en una película podría pasar algo así... en una cómica.-

-En una de esas la delincuente está confiada.-

-Sí, podría ser eso, o podría ser nomás que el de la farmacia esté buscando salir en Telenoche, no sería la primera vez. –

-“La”, señor.-

-¿Cómo dice?-

-“La”, no “el”, era una mujer la que llamó.- consultó sus apuntes, -una tal Selva Pintos.-

-Peor aún.. las mujeres suelen sospechar de cualquier cosa, sobre todo de otra mujer y aún más habiendo botijas de por medio. De todos modos voy a pasarle esto al Comisario Obregón y que él decida. Prosiga con lo suyo agente. ¡Ordenanza!- llamó.

-¡Ordene señor!-

-¡Lleve esta nota al Comisario Obregón y mueva el culo que todavía queda un calabozo vacío ahí abajo!- Ese ordenanza le provocaba una antipatía que no podía explicarse aunque tampoco es que haya profundizado mucho en busca de una razón. “Cuestión de piel” solía contestar si alguno de sus camaradas le inquiría al respecto.

El ordenanza salió y el Subcomisario Apócrifo Méndez, luego de un momento de vacilación, agarró el teléfono y llamó nuevamente a Automotores para averiguar si tenían algo nuevo sobre el auto de la Rambla y su conductora.





El niño dormía plácidamente del lado derecho de la cama de Elena. Lea trajinaba en la cocina preparando la cena. Por la ventana, que daba al oeste, el sol comenzaba a ponerse su traje naranja del atardecer.

Desde allí, pudo escuchar como se encendía el televisor. Con no poca alarma reconoció las voces de los actores que protagonizaban la telenovela brasilera que solían ver juntas. Ella estaba segura de haber controlado el selector de cable – aire antes de salir hacia su odisea tras los pañales e ainda mais. ¿Acaso Elena se había levantado de la cama para cambiar el selector? ¿Acaso había visto?

Por las dudas, se mantuvo atenta a los sonidos provenientes del aparato, ni bien finalizara el teleteatro debería ir velozmente y con una buena excusa preparada para evitar que Elena viera el informativo que seguía a continuación. Se preguntó durante cuánto tiempo podría mantener ese secreto e inmediatamente eludió la respuesta. Estaba a punto de ponerse a freír pescado pero recapacitó. El ruido del proceso tal vez se interpondría entre su oído y lo que salía del dormitorio. En la cocina había un pequeño televisor pero hacía cosa de un mes que estaba descompuesto. Guardó el pescado en la heladera y consideró una nueva opción para la cena. Miró la hora, eran las siete menos veinte.





El Ordenanza Agente de segunda Gaboto Brizuela entró de nuevo a la sala y se cuadró frente al escritorio del Subcomisario Méndez.

-Permiso Señor.-

-¡Hable!-

-El Comisario Obregón no se encontraba señor. Su ordenanza, o sea el de él, me dijo que fue hasta la quinta y vuelve en una hora. Le dejé la nota que usted me dio, señor. –

Méndez se encogió de hombros sin hacer comentario alguno. Se había dedicado un par de minutos a considerar la hipótesis de la clienta de la farmacia y cada vez le cerraba menos. ¿Quién podría ser tan imbécil como para después de cometer un delito tan grave, dejar su nombre, dirección y teléfono?

-¿Puedo retirarme señor?- Preguntó el ordenanza.

-Proceda, pero no se me vaya lejos. Puede que lo necesite en cualquier momento.- lo consideró un segundo y agregó -Váyame hasta Interrogatorios y averígüeme si tienen alguna novedad. ¡Y no me demore más de lo necesario!-

Bajó las escaleras con respetable premura insultando para sus adentros tal como hacía siempre al subcomisario y a su maldita suerte. En Interrogatorios encontró a media docena de policías intercambiando opiniones. En sus expresiones se leía claramente el desconcierto y las arrugas del fracaso convertían sus semblantes en calles bacheadas después de la lluvia. No necesitó preguntar nada, de todos modos lo ignoraron. Retornó al pasillo. En Interrogatorios siempre parecía oler a orines, traspiración y miedo. Como si algo ominoso y terrible se ocultar presto a saltar sobre inocentes y culpables para despedazarlos y aplastarlos bajo esa rueda que nunca deja de avanzar y siempre deja huella. Pensó que su mamá tenía razón después de todo: debió haber seguido estudiando.



Lea escuchó desde la cocina, la música de cierre de la telenovela y los avances del próximo episodio. Fue presurosa hasta el dormitorio. Una vez allí, sin mayores explicaciones, cambió el selector de la televisión a la posición de “cable”. Elena la miró con cierto asombro sin sorpresa.

-Es que ahora viene el informativo. Demasiada violencia para un chiquito, me da cosa que vea toda esa porquería. ¿no te importa?-

Y sin esperar respuesta, salió nuevamente rumbo a la cocina alegando que la gata le podía comer el pescado que de todos modos, hacía rato que esperaba su hora cómodamente instalado en la heladera.





El Subcomisario Méndez estaba convencido de que este asunto del secuestro iba terriblemente mal encaminado. Creía que la gente de Delitos Complejos a quienes en última instancia respondía el comando de la investigación, no tenía el perfil adecuado para este tipo de delito y menos aún, para el tipo de delincuente con el que suponía estaban tratando. Pichis con los que se necesita mano dura, no señores de cuello blanco a los que la amenaza de un buen sopapo y la promesa de algún trato preferencial en el futuro, alcanzaba para extraerles todo el jugo. Investigaciones estaba mucho mejor preparada, pero luego del rotundo fracaso de la tarde, el Jefe había decidido sacarles el procedimiento de las manos y remitir al juez todas las declaraciones de los detenidos antes aún de que se cumplieran los plazos legales, lo que suponía que esos indeseables estarían merodeando nuevamente las calles antes de que él mismo llegara a su casa.

Sobre su escritorio estaba aún la nota destinada al Comisario Obregón. Méndez sonrió con mal disimulada malicia y llamó a su ordenanza. Le encomendó que se la hiciera llegar a la gente de Delitos Complejos. Le divirtió la idea de los tipos yendo a Punta Carretas a indagar a una mujer por el inenarrable delito de haber ido a comprar pañales al lugar y en el momento equivocados pero por lo menos, eso le daría cierto tiempo para seguir otras líneas de investigación que para ser francos, no tenía. La mujer que se pasó el semáforo, habìa resultado ser una escribana que llegaba tarde a la firma de un compromiso y lo que llevaba a su lado, lejos de ser un bebé, no era otra cosa que una alta pila de carpetas coronada por un sweter que la conductora se habìa quitado al entrar al coche.

Mandarlos a Punta Carretas - pensó- le proporcionaría bastante tiempo considerando que por más que los jueces hubieran dado claras muestras de flexibilidad, era muy dudoso de que de buenas a primera, autorizaran a una indagatoria nocturna en un barrió burgués y con tan pocos elementos previos que la justificaran. Y esos de Delitos Complejos seguramente irían al juez a pedirle de rodillas la autorización pertinente. Ni siquiera iban a echarse una cagada sin avisarle antes al juzgado. ¡Pelotudos! Le hubiera agradado mucho más mandarlos a Punta de Rieles o al Casabó. Pero en definitiva, Punta Carretas era mejor que nada.





Cenaron los tres boñatos rellenos, aunque Elena observó que probablemente le producirían gases al niño durante la noche. Coincidieron en darle un poquito y luego completar la cena con un poquito de pescado que Lea puso a hervir. Pero una vez iniciada la ingesta de los boniatos, no hubo manera de convencer al pequeño de que aceptara el menú alternativo sin que opusiera una resistencia notablemente eficiente consistente en lágrimas de furibunda indignación.

-Esta noche tenemos concierto de llanto con acompañamiento de flauta.- comentó risueña Elena.

-Yo me lo llevo a dormir conmigo.-

-No, no seas mala, dejámelo acá. ¿No te animás a traerte la cama, o aunque más no sea, el colchón y te venís vos con nosotros? Así las dos nos quedamos tranquilas. ¿Verdad Fabián que vos también querés dormir acá con la abuela y la tia?-

Fabián hizo conocer su aprobación a la idea, soplando fuertemente la cuchara que Lea le llevaba a la boca en ese momento. El puré salió alegremente despedido en todas las direcciones dejando una constelación de manchitas amarillas sobre el edredón. Festejó su propia hazaña con una carcajada que espanto a Zoe y la llevó a buscar refugio presurosa en la cocina, con tan mala fortuna que resbaló en el parquet y se golpeó contra el marco de la puerta. Un insulto inconcebible a su dignidad de matrona.

Lea llevó el colchón y se armó la cama junto a la de Elena. Al niño le encantó el asunto y luego de cambiarle los pañales por última vez, se pasó una buena media hora pasando del colchón a la cama y visceversa. Luego exhausto a eso de las diez y media se quedó dormido.

Apagaron la luz.

Envuelta en la oscuridad Elena comentó.

-Es una lástima que se vaya mañana ¿no?-

-Bueno, capaz que la madre no lo viene a buscar mañana, supongo que depende de como esté su padre.-

La oscuridad protegió con su manto la sonrisa burlona de Elena.

Hasta mañana, qué descanses.-

-Vos también Elenita … ha sido un dìa bueno ¿no?-

-El mejor en muchos años. ¡Gracias Lea!- con un énfasis un poquito más exagerado de lo necesario que a Lea no dejó de resultarle sospechoso. Por las dudas no comentó nada. Era su turno de protegerse en la oscuridad.

-Me alegro, hasta mañana entonces.-

Diez minutos después, Elena roncaba sonoramente.

Lea no podía pegar un ojo. Los fantasmas de la incertidumbre, la acosaban anudándole al cuello, sus sábanas de miedo. Después de lo que le pareció un siglo escuchando la respiración pausada y tranquila de Elena, consideró la posibilidad de tomarse una pastilla para dormir pero luego desechó la idea. Sería demadiado egoista- se dijo- dejar a la deriva a la anciana y al bebé después de haber sido ella la responsable de que ahora se encontraran en semejante lío. Se levantó. Fue al baño y allí encerrada llamó a una vieja conocida junto a la cual habìa trabajado años atrás en una empresa de enfermería y acompañantes. Eran poco menos de las dos de la mañana.







El Comisario Machado intentó en vano ubicar al juez durante un par de horas. El celular le daba fuera de servicio, en la oficina no estaba y en su domicilio particular le dijeron que seguramente lo encontraría en el juzgado. Le dejó un mensaje pidiéndole que llamara a Delitos Complejos ni bien tuviera un tiempo disponible. Luego lo pensó mejor y llamó a su segundo.

-¿Qué pasó? ¿Alguna novedad? Preguntó el Subcomisario Selvo Salcedo entrando a la oficina de su jefe donde el humo del tabaco se cortaba con cuchillo y el escritorio caótico mostraba implícitamente la intensidad del trabajo que el comisario venía desarrollando desde que le encomendaron la investigación del secuestro.

-Desistí de llamar al juez.-

-¿Si? ¿Por?- Rodeó el escritorio y fue derecho a la cafetera que humeaba exhausta en una mesita de las que antiguamente se usaban para poner sobre ellas las máquinas de escribir, desterradas ahora a otras funciones menos dignas por sus sucesoras informáticas. Buscó una taza limpia y al no encontrarla, agarró una sucia. Con su superior, eran amigos desde hacía veinte años y habían cursado juntos la Escuela de Policía, por eso podía permitirse esas muestras de confianza. -¿no tenés una puta taza limpia?- masculló mientras se servía.

-Porque no veo necesidad de ir por la noche a molestar a esa gente. La mujer no tiene ningún tipo de antecedente, tampoco sus familiares cercanos. Tiene 43 años, la filiación muestra que proviene de una familia normal de clase media, es enfermera recibida y la tarjeta de crédito que usó es la extensión de otra que pertenece supongo que a su patrona. Tiene esa tarjeta desde hace años y por lo que me informa el banco, también tiene un poder a su nombre para manejar los asuntos financieros de la titular de la tarjeta, una tal... dejame ver, Elena Saldombide, oriental, viuda, 79 años, ex funcionaria del Palacio Legislativo, su marido era comerciante y le dejó el apartamento y una buena cuenta bancaria. También por el banco, sabemos que esta Lea Martirena goza de la total confianza de su jefa, el banco nos dio los datos del escribano que hizo el poder y ya hablamos con él. Gente normal, la vieja está inmovilizada desde hace años por la artritis y el escribano que además es amigo de la familia, no tiene ningún motivo para sospechar que la enfermera estré abusando de alguna manera de la invalidez de la mujer. Todo lo contrario.-

-¿Y para qué quiere la enfermera comprar pañales de niño y mamaderas si su trabajo consiste en cuidar a una vieja?-

El comisario se encogió de hombros.

-No se, por ahí fue un encargue de alguna vecina, en todo caso, así fuera que esas dos mujeres tienen un bebé secuestrado, cosa que me resulta absurda, contando sobre todo con que hizo la compra con tarjeta dejando así una pista tan estúpida como innecesaria, porque podría haber sacado el dinero de cualquier cajero, es más, hay uno a media cuadra de la farmacia, y además por el perfil de las personas que no cuadra ni ahí con el de los secuestradores. Pero te decía, que aún si así fuera, no creo que el niño corriera riesgo alguno con una vieja y su enfermera. No es lo mismo que si lo retuviera una familia de pasteros en el Marconi. Es por eso, que me parece que ir a romperles las pelotas a esas mujeres a la – miró su reloj- a las doce menos veinte de la noche, por algo que puede esperar hasta mañana a primera hora, cuando, demás está decirte, no necesitamos para nada al juez, me parece un despropósito.-

-Además, la mujer es enfermera ¿no? Aún si lo tuviera ella, supongo que sabrá cuidarlo.-

-Además eso, cierto. ¿No me das un café a mi ya que estás parado al pedo ahí?- pidió el comisario mientras encendía un cigarro. -¿Querés? - ofreció la cajilla abierta.

-Lo que me preocupa es la órden del Jefe. Y del jefe del Jefe. Si al botija lo tiene esa gente, cosa que, como a vos me parece bastante improbable, nos vamos a ver en un quilombo bárbaro para explicar la demora.- continuó el comisario una vez que Salcedo le hubo alcanzado el café y aceptado el cigarrillo.- ¿Se te ocurre alguna excusa aceptable que me salve de los boleos en el orto que me van a pegar si la cosas salen mal?-

Salcedo se sentó frente a Machado al otro lado del escritorio. Lo pensó durante unos segundos.

-Bueno, después de todo, no encontraste al juez ¿no?-

-No, eso es cierto.-

-¿Quién está de turno?-

-Moratorio-

-Lo conzco, buena gente. Además nos aprecia. Una vez me comentó que somos los únicos milicos que usamos primero la cabeza y después los puños y tocamos timbre en vez de patear la puerta. Creo que para él, eso fue una especie de elogio.-

-¿Entonces?-

-Entonces si aparece hablamos con él y le cantamos la justa con todos los papeles a la vista. Por ahí podemos plantearle las cosas de forma tal que nos niegue el permiso para la indagatoria nocturna. ¿no?-

Como si lo hubieran invocado, en ese preciso momento entró el juez Moratorio. La puerta estaba abierta y ambos oficiales se sorprendieron de verlo entrar. No pidió ni permiso. Saludó, agarró una silla y se sentó. Antes que nada, pidió un café.

Machado miró las tazas usadas y los platillos manchados y se avergonzó. Llamó a un ordenanza y le pidió una taza limpia.

-Bueno ¿Cuál es la justa que me quieren cantar?-

-Bueno,.. eso depende de cuánto haya escuchado.- comentó Salcedo con esa sonrisa deslumbrante que le había sido util desde la adolescencia tanto para conseguir novias como para salvarse de alguna sanción en la escuela.

-Supongamos que escuché desde que usted dijo que me querían plantear las cosas como para que les denegue una indagatoria nocturna y me pregunto por qué.-

-Es una historia larga- comentó el comisario mientras el ordenanza llegaba con media docena de tazas limpias en una bandeja de plástico. -¡Cierre la puerta al salir!- ordenó mientras le arrimaba al juez, las notas que tenía sobre Lea y Elena.





6

Terrores nocturnos

-¿Hola?-

-¿Marisa?-

-Sí ¿Quién habla?-

-Lea Martirena ¿te acordás de mi?-

Al otro lado, la voz era somniolenta y preocupada. Debió recordar porque el tono de la respuesta fue ahora más despejado y atento.

-Me acuerdo, claro, sos enfermera ¿qué pasa? ¿Algo de mis hijos?-

-No, no, por favor, no te preocupes, no es nada para asustarse. Te llamo porque necesito un favor y se me ocurrió que sos la persona ideal a quien pedírselo.-

-Decime.- Así nada más, sin preguntarle si acaso estaba drogada o en pedo para llarmarla a las dos de la mañana para pedirle un favor. Lea había elegido bien.

-Mirá, estoy cuidando a una señora hace años, para mi ya es como mi propia madre. Pero me tengo que ir. Me tengo que ir de licencia por problemas familiares y no tengo nadie de confianza a quien encomendársela... ¿vos te animás? Paga bien y es una santa. No es autónoma pero tamoco está sondeada. Está lúcida.. bueno casi siempre está lúcida, pero no es problemática ni tiene delirios.-

-¿En domicilio?-

-Sí-

-Mañana te llamo, dejame ver. A esta hora la que no está lúcida soy yo ¿ta bien?-

-Marisa, tengo que resolver esto hoy. Mañana viajo y la preocupación no me deja ni dormir. La quiero pila ¿sabés? Y no soporto la idea de que venga cualquier conchuda y la maltrate.-

Del otro lado, se oyó claramente un suspiro resignado.

-Está bien. Contá conmigo, por lo menos unos días. ¿Cuánto demorás en volver?-

-No se. Puede que mucho.-

-Bueno, ta bien, en todo caso yo me ocupo. Dame la dirección.-

Lea se la dio. Se despidieron. Colgó.



Un Submarino de Inteligencia interceptó la llamada. La escuchó y pensó en avisar a su superior. Luego decidió que sería mejor esperar a Méndez que llegaría a las seis de la mañana. El viejo se habìa tomado lo del secuestro como algo personal y no le perdonaría que informara a otro. Después de todo, fue Méndez el que pidió la escucha para ese teléfono específicamente, “ por las dudas” dijo.

El agente de inteligencia hizo un apunte en su block recordándose avisar a Méndez a primera hora. Luego se sirvió otro café y se acomodó el auricular a la espera de otras llamadas. A su lado desde la radio, el conductor de un programa nocturno, entre cumbia y cumbia, ponía al aire llamadas de oyentes referidas al secuestro del bebé, tema principal de la jornada.

Eso le encendió una luz amarilla de alarma dentro de la cabeza.

El agente cambió de opinión. Buscó el número en la computadora y llamó al subcomisario Méndez a la casa.



Lea seguía desvelada. La contundente adhesión de Marisa la puso a salvo al menos de uno de sus problemas inmediatos. Se levantó y se fue a la cocina. Se puso un sólo auricular en el oído derecho y encendió la radio. También en otros programas, el secuestro era el tema central de la noche. Oyentes al aire: algunos pedían que se bajara la edad de imputabilidad, otros la pena de muerte, otros afirmaban que cuando se encontrara a la secuestradora, había que encerrarla y tirar la llave. ¡mire que hacerle eso a un bebé! La madre había salido llorando en televisión pidiendo por favor noticias sobre su hijo, solicitando entre lágrimas que no lo lastimaran y se lo devolvieran, suplicando que al menos se apiadaran y exigieran algún tipo de rescate. Habìa dado también su número de teléfono. Lea pensó en hacer una segunda llamada. Se sentía desolada. Hasta ahora, la única imágen que en su mente relacionaba con la familia del niño, era la de la niñera displicente. Pero ahora la mamá tomaba cuerpo, adquirìa forma y voz ya que no imágen. La magnitud del desastre que habìa provocado, parecìa duplicarse, triplicarse en ecos dolorosos de inconcebible claridad. Pensó en esa madre probablemente tan desvelada como ella muriéndose de preocupación seguramente sin imaginar que pocas cuadras la separaban de donde ahora su bebé dormía plácidamente con su chupete recién estrenado firmemente incrustado entre sus labios nuevos.

Para colmar la caldera donde hervìan sus remordimientos hasta niveles insoportables, descubrío que el niño se llamaba Pablo.

Pablo Irurtia para ser más precisos. Tenìa 14 meses aunque era grande para su edad. La niñera estaba aún detenida e iría a declarar a primera hora de la mañana. Fuentes del Ministerio del Interior informaban que había pistas firmes. Medio centenar de personas habían sido indagadas en relación al secuestro pero paulatinamente recuperaban la libertad. Delitos Complejos se ocupaba ahora del la investigación. Dos de los detenidos habían hecho reclamos por malos tratos, pero el forense había descartado categóricamente esas denuncias.

Lea sentìa crecerle dentro la angustia como un hongo maligno y pestífero que le iba ocupando uno a uno todos los casilleros del alma. No podía llamar. Tenía claro que el teléfono de la familia del niño, que había escuchado en la radio y ella había tenido el cuidado de anotar, debía estar intervenido y que cualquier llamada recibida en él, iba a ser inmediatamente interceptada. Llamar sería denunciarse a si misma a la policía.

Había asumido totalmente que su situación era completamente insostenible, que en cuestión de horas iba a estar presa en Cabildo quien sabe por cuanto tiempo, eso si tenía la suerte de que no la lincharan a la salida del juzgado. Por las opiniones oídas en la radio, más de uno estaba haciendo al aire esa propuesta y hasta había aparecido, según el conductor del programa, un grupo en Facebook en el que además de solicitar cualquier dato que aportara elementos para la aparición del niño y solidarizarse con los padres, no pocas personas hacían propuestas nada humanitarias para con la perpetradora del rapto.

Ese comentario encendió en la mente de Lea una luz de esperanza. ¡La computadora! Comunicarse a través de ella, podía más seguro que hacerlo por teléfono. Tal vez por ese medio podria hacerle llegar a la madre del niño un mensaje tranquilizador. No podía apartar a esa mujer de su imaginación. No podía aligerar sus propios hombros de la carga de ese sufrimiento inútil.

Pero tampoco quería denunciarse. No aún. Esperaría al alba.

Le permitiría a Elena por última vez, amanecer con Pablo.

Encendió el laptop que usaban ocasionalmente para comunicarse con el otro Pablo, el mayor, el hijo de Elena. Lea tenía su propia cuenta en la red social y era lo suficientemente anónima como para no ser localizada fácilmente. Pablo habìa sido terminante en eso. Cualquier dato demás que se pusiera en la red, posibilitaba robos, copamientos y delitos de todo tipo. La cuenta estaba a nombre de “Ana Ninguana” y nadie más que Elena y su hijo al otro lado del mundo, sabían quien era la titular.

Se logueó. Buscó el grupo y dejó en él un mensaje.

“Señora, quédese tranquila. El niño está bien, ahora duerme. Cenó puré de boniatos y jugo de fruta. Mañana lo tendrá con usted. Se lo prometo.” No pudo aguantarse y agregó. “no voy a pedir ningún rescate. Me lo llevé nada más que porque era hermoso y me recordó a mi propio hijo fallecido. Además lo recogí cuando estaba por bajarse de la vereda a la calle donde seguro lo habrìa atropellado un auto. Se lo cuento para que no me guarde tanto rencor”

Seguramente ese último comentario no dejaría bien parada a la niñera. ¡Que se joda! Sin su descuido, nada de esto hubiera ocurrido.

Apagó la computadora velozmente no sin miedo a haber sido rastreada. Incluso por las dudas y sin estar muy segura del porque, desconectó todos los cables. Cinco minutos después, desde la Jefatura llamaban a Palo Alto, Californa. Descubrir a quien pertenecía el mensaje dejado en el grupo, llevaría hasta media mañana siempre y cuando lo autorizara un juez de California. Machado hizo un gesto denegatorio con la cabeza mientras colgaba. Ya tenía bastante claro que su visita a Punta Carretas no sería tan vanal como en principio había pensado. Eran las cinco menos veinte. Llamó a la Seccional Décima. Se identificò y solicitó una discreta vigilancia al edificio donde vivía Elena. Si de algo lo había convencido el mensaje, es de que el niño no corría peligro alguno.

El único peligro previsible, podía venir de la propia policía si algún anormal decidía entrar al apartamento a lo cow boy. Por suerte los gatillofácil de Méndez habían sido apartados de la investigación. Con la via libre de los jueces, habìan dejado todos los calabozos enchastrados de sangre y aún así no habìan conseguido nada más que lastimarse los puños.

Su intuición le decía que la mujer del mensaje era la secuestradora y que había dicho la verdad. Se llevó al niño en un descuido de la niñera y tal vez su propio instinto maternal la había impelido a dar en cierta forma, un castigo a una irresponsable madre que dejaba a su bebé de meses abandonado en la vereda. Hasta cierto punto la comprendía, aunque no por eso eran menores los deseos de capturarla.

Usó su propia cuenta de Facebook para escribir bajo el mensaje de Lea.

“Soy el Comisario Machado de Delitos Complejos. Si usted es realmente la secuestradora, dígame como estaba vestido el niño. Si me lo dice, aguardaremos hasta la mañana para terminar con esto. No haga nada que pueda empeorar su situación o la del niño.”

Se sintió ridículo ni bien hubo enviado el mensaje. Entre el mensaje de Lea y el suyo, habían aparecido ya más de una docena. El anterior al suyo era de la mamá del bebé y pedía que se lo devolviera sano y salvo cuanto antes. Volvìa a dejar el teléfono y pedia a la secuestradora que se contactara. El tono general de los demás mensajes se había transformado. Ya no eran tan punzantes y hasta alguno de ellos, se mostraba comprensivo.

Como él mismo se sentía aún a su pesar.

Casi a las seis de la mañana Lea no soportó más la inquietud y volvió a conectar la computadora. Leyó los mensajes y contestó dando la descripción exacta de la ropa del niño, ahora bastante arruinada por las sucesivas papillas a las que había tenido que hacer frente. Volvió a insistir en que el bebé estaba bien y que a la mañana lo entregaría a su madre o a la policía.

Desde la calle, el agente que vigilaba el apartamento, vio el débil resplandor de la computadora aún a través de las gruesas cortinas. Llamó a la seccional y avisó. El comisario de la Décima, llamado de apuro ni bien llegó la solicitud de Machado, pidió órdenes.

El propio Machado en acuerdo con el juez Moratorio, les djo que siguieran vigilando sin hacer otra cosa. Esperarian al alba.





7

El fin de la inocencia



A las siete menos diez de la mañana, el timbre sonó en el apartamento de Elena. Lea fue hasta el portero eléctrico y el presagio se le subió al estómago como una sombra negra que trepa veloz la ladera de una montaña Un cañonazo de adrenalina la hizo sentirse mareada.

-¿Quién?- Preguntó.

-Buenos días señora, soy el Comisario Machado de Delitos Complejos, ¿Podríamos entrar a hablar con usted? Supongo que ya sabe de que se trata-

-Pase-

Desde el cuarto, Elena preguntó

-¿Quién es Lea?-

El terrible momento de enfrentar las consecuencias de la irreflexión de ayer había llegado. Acosada a dos frentes, Lea no supo que contestar. El timbre de la puerta al sonar, le dio la ocasión de evadir responder a una pregunta tan sencilla.

Lea abrìo y con la cabeza les indicó que pasaran. No le quedaba siquiera un hilo de voz. El corazón parecía a punto de salírsele desbocado del pecho. Temblaba visiblemente.

Machado entró acompañado de Salcedo. Iban de particular, pero detras de ellos en el pasillo, dos policìas del GEO, armados hasta los dientes junto con un oficial uniformado munido de chaleco antibalas, aguardaban en segundo plano.

El tercer oficial, hizo un gesto a los uniformado como para que aguardasen ahì. Entró también. Ni bien ingresó preguntó de mala manera por el menor. Machado le hizo un gesto como para que aguardara.

-¿Tiene café?- Preguntó.- Nos ha tenido toda la noche sin dormir.

Salcedo sonrió y esa sonrisa tranquilizó algo a Lea. -Si puede ser doble o triple, mejor. Apuntó sin dejar de sonreir. Si éste es el famoso juego del policía bueno y el policía malo del que siempre hablan las novelas, lo juegan perfectamente, pensó Lea con un resto de coherencia.

Méndez apenas si podía contener la impaciencia. Su ceño fruncido y su expresión feroz, crisparon nuevamente los nervios de Lea. Machado se hizo cargo.

-El señor es el Subcomisario Méndez de investigaciones. No está al tanto de que usted actuó por buena voluntad aunque impulsivamente. No se preocupe, esto será muy fácil y usted no tiene antecedentes. ¿El niño duerme aùn?-

-Sí, creo que sí.. está .. está con la señora.-

-Bueno, entonces lo vamos a dejar dormir un poco más. De todos modos es temprano. Eso sì, voy a avisarle a la familia que todo está bien y que usted va a cumplir su palabra. ¿El café?

Pasaron los cuatro a la cocina. Salcedo terminó preparando el café porque a Lea le temblaban tanto las manos que era mucho más lo que volcó fuera del filtro que lo que puso en él. Entre tanto, Machado llamaba a la madre del pequeño Pablo. En el silencio de la cocina, era audible la alegría de la madre a través del parlante mínimo del teléfono.

Mientras habló, Machado miró hacia abajo por la ventana de la cocina. Cuatro patrulleros y el camión del GEO estaban estacionados bajo el edificio. Un poco más adelante, el auto sin distintivos en el que habìan llegado él y Salcedo.

¡Qué despliegue tan al pedo para prender a una enfermera!, penso ¿Acaso Méndez pensaba encontrarse con el Mincho Martincorena o a los Rodrìguez Maraboto? Se sentó. El café era realmente bueno pensó satisfecho. Lástima no poder fumar. Iba contra el reglamento, aunque pensándolo bien, buena parte de lo que había hecho durante las últimas ocho horas también era bastante irregular por decir lo menos. Pidió permiso para fumar y Lea por toda respuesta se encogió de hombros mientras asentía con la cabeza. Vovió a sonar la chicharra del portero eléctrico.

-Debe ser el Juez.- comentó Salcedo. ¿Puedo decirle que pase Lea?-

Nuevo asentimiento con la cabeza. Lea pensó “saben hasta mi nombre” pero no pudo extraer ninguna conclusión sobre si esto constituía una buena o una mala noticia. Salcedo volvió a sonreir mientras le daba las gracias. Su sonrisa tenía algo que la tranquilizaba como un bálsamo.

Salcedo mismo fue a abrirle al juez. Para Lea fue una mala señal.

Moratorio.era un cincuentón mácizo y bastante alto. Usaba una barba canosa y un bigote teñido de amarillo por el cigarrillo. Habìa sido juez de familia durante buena parte de su carrera aunque paradójicamente, dictaba cursos de Penal en la Facultad. Sólo hacìa cuatro años, había decidido que estaba podrido de los divorcios y adopciones, incursionando en su especialidad. Saludó a Lea con una inclinación de cabeza e inmediatamente pidió café. Prendió un cigarro sin pedir permiso al ver que Machado estaba fumando.

-¿Qué tenemos?- Inquirió.

-Bueno, nuestra nueva amiga nos dijo que el menor está bien y durmiendo. Así que decidimos dejarlo dormir un rato más, que mal no le va a hacer y escuchar la interesante historia que la señora Martirena seguramente nos tiene reservada. Ah, y de paso tomarnos un cafecito que la noche ha sido larga. Siéntese doctor.-

-No, no, estoy bien asì.- El juez apoyó las nalgas en el borde del mármol de la cocina. Aspiró con deleite el aroma del café. - Paso tanto tiempo sentado que algunas veces me olvido que tengo piernas. ¿La señora mayor duerme también?-

-No se.- dijo Lea.- creo que sì. Al menos no me ha llamado y.. y- empezó a pucherear ostensiblemente. Luego se derrumbó en un llanto profundo y conmovedor. ¿Qué pasará con ella? Alcanzó a preguntar.

Los hombres se miraron entre si. El que esa mujer a punto de ser encarcelada, llorara preocupada por la suerte de su empleadora les resultaba tan incomprensible como novedoso. También les despertaba algo dormido en un rincón recóndito del alma. No era exactamente ni piedad ni admiración, sino algo innominado que flotaba a dos aguas entre ambos sentimientos.

En ese momento, entró Elena a la cocina. Caminaba con la elegancia de quien jamás había dejado de hacerlo. Sus pasos no mostraban la más mínima vacilación. Llevaba al pequeño en su brazo izquierdo. Este se restregaba los ojos deslumbrado por las primeras luces de la mañana. Se lo puso a Lea en la falda.

-Tenémelo Lea y sacalo para el living, que acá hay mucho humo. Después de todo estos señores quieren hablar conmigo no contigo.-

Lea sin saber que decir, se paró e hizo lo que Elena decìa. El andar de quinceañera que expuso Elena al entrar a la cocina la había omnibulado por completo.

-Bueno, como dijo mi empleada: ¿Que pasará conmigo? -Preguntó.

-¿Con usted?- Preguntó Machado con visible desconcierto pintado en la cara. Mèndez apenas si pudo contener una sonrisa de feroz sarcasmo.

-Supongo que retener a un bebé sin conocimiento de sus padres debe ser algún tipo de delito ¿no?-

-Pero usted ¿qué podía hacer? - Preguntó Méndez, desconcertado también a su pesar.

-Bueno, podría haberlo devuelto a la niñera, pero .. ¡Es tan mono! Y estaba solo ahí en la calle. No pude resistir la tentación.-

-¿Fue usted? Pensamos que.. ¡pero si dijeron que usted no puede ni caminar!-

-¿Ustedes me ven inválida?- preguntó Elena mientras se servìa un café. Con él en la mano, hizo un elegante giro que no le habrìa salido más coqueto ni cuando tenía veinte años.

La miraron los tres con la boca abierta; excepto Méndez que ahora exhibia una sonrisa divertida y franca. Cuando sonreía, desaparecía de su rostro toda ferocidad. Tal vez por eso no acostumbraba a hacerlo. Al menos en horas de trabajo.

Luego de unos segundos de silencio, habló el juez.

-Con usted nada, con su edad y habiendo aparecido el menor en buenas condiciones, seguramente le daré prisión domiciliaria.- Es más. No creo que esté siquiera en condiciones de ir a declarar. Señores. Dirigiéndose a los policías. - que me vigilen abajo por las dudas. Le llevamos el niño a la madre.

Levantándose y encaminándose hacia la puerta aún con la taza en la mano agregó:

-A eso de las dos, le mando el actuario a tomarle declaración. No se me mueva de acá.- y añadió desde la puerta mirando directamente a Lea que parecía a punto de reventar de alegría – Y pónganse de acuerdo en la declaración, tienen hasta las dos. No quiero sorpresa. Esto tiene sí o sí que quedar cerrado hoy mismo, antes de que me arrepienta de mi propia estupidez.-

Dejó la taza sobre un dresoir junto a la puerta y salió.

Una vez que los policìas se hubieran retirado, Lea avergonzada aún preguntó a Elena.

-¿Cómo supiste?-

Elena se sirvió otro café. Estaba muy bueno. Tendría que conseguirse un policìa de esos para que le preparara el café. Dejó el pocillo sobre la mesita ratona y se derrumbó en el sofá al lado de Lea, como si le hubieran pegado un tiro. ¡Sólo Dios sabe el enorme sufrimiento que le había acarreado esa actuación! Se tomó su tiempo antes de contestar:

-Bobita ¿Vos no sabés que en el cable también hay informativos?-





Salinas. 13 de setiembre de 2010.

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