Novedades.


La estupidez es el único veneno cuyo efecto mata a los sobrevivientes.

Se publican aquí las cuatro partes escritas hasta ahora del cuento largo "La Conspiración" una historia policial en medio de las peripecias del Tercer Mundo.




Capítulo 4: Todo lo que pueda ir mal...:

15.9.10

Mal entendido.

Dedicado al Maro Viera, una fuente inagotable.
El miércoles decidieron cerrar el taller la tarde del siguiente viernes porque habría un apagón de esos programados, que se sabe exactamente cuando empiezan, pero nunca tan precisametne cuando terminan.

El Cacho Ramírez había logrado convencer al dueño, de la conveniencia de dar la tarde libre a todo el personal y nosotros nos habíamos aprontado para una buena tarde de siesta o parque.Lla primavera era radiante como en un sueño y el jueves de mañana estábamos todos con cara de contentos ante la perspectiva de alargar en unas cuantas horas el fin de semana.

Gran jugador el Cacho, se anticipó a la previsible intención del capataz, de aprovechar esa tarde sin herramientas, para hacer alguna otra cosa.


Zanetti era de ese tipo de capataz que sin ser exactamente mala persona, se mostraba particularmente ingenioso para inventar trabajos y el laburo para él era una cuestión de honor. Por otro lado, el tipo era un buen compañero más allá de esa rectitud de tacuara y si había que negociar algo con el patrón, lo elegíamos a él de delegado. Iba iincluso a las reuniones de la UNTMRA.


Se enfermaba si veía a alguien con las manos quietas y si algún obrero tenía la desgracia de ser descubierto por él con las manos en los bolsillos, aunque más no fuera para rascarse disimuladamente la entrepierna, se enfrentaba a una cascada de reproches y gritos rematada por un día aciago realizando los trabajos más desagradables que se le pudieran ocurrir, desarmando cosas indesarmables para limpiarlas o lubricarlas, cepillando viejos espárragos o bulones oxidados hasta dejarlos como nuevos, engrasarlos para evitar que se oxidaran nuevamente y guardándolos en gavetas o cajones que Zanetti conseguía quien sabe donde para esos propósitos.


O limpiar las bombitas de la iluminación.


Una vez se le ocurrió eso cuando estábamos al pedo una tarde de verano, porque un cliente había cancelado un trabajo programado.

Puteamos bastante con esa idea, mascullando maldiciones mientras buscábamos una escalera como para llegar a las luminarias que estaban como a cinco metros de altura.



Y murmuramos entre dientes imprecaciones de variado carácter mientras conseguíamos paños húmedos y nafta para limpiar los malditos bulbos luminosos.


Refunfuñamos improperios mientras encontrábamos los arneses que nadie tenía mucha idea de donde estaban guardados porque casi nunca se usaban. Zanetti era absolutamente intolerante con respecto a la inseguridad en cualquier trabajo al grado del fanatismo y no toleró que subièramos la escalera sin arnés.

Y escupimos insultos de diverso tenor mientras nos despojábamos de telarañas plagadas de los restos mortales de millones de bichejos asquerosos que se nos habían pegado con el sudor, por los hombros, el cuello y la cara mientras llevábamos a cabo ese trabajo a escasos centímetros del techo de chapa, que en esa tarde de verano debía estar a noventa grados.

Hay que reconocer, que cuando posteriormente encendimos las luces, el taller parecía otro, hasta el punto que el Canario Gonzáles murmuró asombrado que nunca se le había ocurrido que el armario de los electrodos fuera verde y no marrón.

El jueves a eso de las cinco de la tarde a esa hora en que el ritmo de trabajo comienza a decaer, y uno entra a mirar el reloj enorme - cuyo cristal nos preocupábamos de limpiar no menos de una vez al mes- cada vez con mayor frecuencia, mientras que el Bota carga con agua la caldera de cinco litros y la pone en la fragua para que hierva sobre las seis y podamos tomar unos mates, mientras esperamos turno para la ducha e intercambiamos bromas y cachetazos; apareció Zanetti con cara de tener una buena idea.

Se nos empezó a caer el alma. El Viejo era transparente y habíamos aprendido a leerlo como un libro. Yo estaba en el torno revólver sacando las últimas doscientas piezas de la producción diaria. El Bota era el tornero, pero a mi me encantaba pedírselo prestado cuando ya había terminado mi parte como soldador, y sin dejar de trabajar, miraba al capataz de reojo temiéndole por adelantado a esa cara mezcla rara de desbordante alegría y honda pesadumbre todo a la vez.

-Muchachos- arranco Zanetti -arreglé con García Lemes para que mañana, en lugar de irnos a las doce, nos quedemos a hacer una buena limpieza general del taller. ¿Qué les parece?-

-¿Sin luz?- preguntó el Canario con la expresión rígida de quien no quiere dejar traslucir terrible desilusión.


-Abrimos bien el portón y tenemos luz de sobra- Alegó el capataz con desmesurado optimismo. El taller era enorme y al fondo apenas si llegaría luz alguna.

Apagué el torno. El contador decía que faltaban aún dos piezas. Las hice con el impulso residual a sabiendas de que eso a Zanetti le daba una bronca bárbara. Con un poco de suerte, me iba a suspender y con la suspensión me salvaba de la maldita limpieza y recuperaba mi tarde perdida. Pero el Viejo pareció ni darse cuenta. ¡Mierda!


Caso cerrado.


Cinco y media se fueron los administrativos y mientras nosotros comenzábamos la rutina de la última media hora, es decir, limpiar las herramientas, guardarlas, cerrar potes, pasar paños, desechar virutas y guardar grasas y aceites en los armarios, escuchábamos calientes como víboras, la alegría de los de la oficina a los que no sólo se les había dado la tarde libre sino el día entero, para que nosotros pudiéramos encarar nuestra miserable tarea sin la incomodidad de los administrativos cruzando el taller rumbo al baño o la cocina. Otra buena idea de Zanetti, ¡laputamadrequeloparió!

El viernes estuvimos puntualmente a las ocho de la mañana. Cuando estábamos a punto de comenzar la limpieza, Zanetti nos avisó que hiciéramos nuestro trabajo normal hasta la hora del apagón. Luego del descanso, comenzaríamos la limpieza. Así lo hicimos. Con cierto desaliento y una lentitud desacostumbrada provocada por la ausencia de las administrativas que al cruzar el taller nos aligeraban las horas, transcurrió la mañana.


Almorzamos en silencio, sentados en la vereda con la espalda apoyada contra la pared del taller. Fue una comida inusualmente silenciosa. A todos la tarde de primavera se nos presentaba previsiblemente interminable.

Nos dormitamos la acostumbrada casi siesta, esta vez en la vereda, cosa que también reventaba al capataz y aún más al dueño de la empresa, un tipo laxo como un fideo pasado de hervor que rara vez daba alguna muestra de carácter en un sentido u otro. Llegó la una de la tarde y el portón del taller nos devoró como una boca oscura y desganada.

Curiosamente, Zanetti no había aparecido aún.
Comenzamos entre puteadas a mover primero los bancos de trabajo, objetos no sólo pesadísimos sino dotados de una inercia propia que desafía al mismísmo Newton y que para sacarlos de su estado de quietud requieren de energías incalculables. Los fuimos corriendo de uno en uno y eran doce. Barrimos detrás y debajo, los volvimos a su lugar. Eso nos llevó casi una hora.
Ni noticias del Viejo.

Luego la emprendimos con los armarios, una tarea similar a la que enfrentó Hércules con los establos de Augías, pero peor porque en los mencionados corrales, no había espantosas tarántulas en los rincones, ni ratas veloces anidando allí desde tiempos inmemoriales y reacias al desalojo.

Una hora más.

Eran las cuatro y nada de capataz.

Vislumbrábamos claramente a medida que avanzaba el trabajo, que éste no estaría terminado ni en sueños antes de las seis de la tarde por más esfuerzo que hiciéramos. Sin decir nada, el Bota llenó la caldera y como la fragua estaba apagada, la puso sobre una tortuga a supergás. Lo miramos sin hacer mayores comentarios, pero la idea silenciosa, se propagaba de cabeza en cabeza como un incendio forestal.

Cuatro y cuarto estaba pronto el mate.

Cuatro y veinte ya estábamos jugando al truco en la mismísima oficina de Zanetti.

Éramos seis, pero preferimos jugar de a cuatro. Uno al menos debía campanear que no volviera Zanetti y otro cebaba mate. Sobre mi recayó éste último papel.

Cabrerita se quedó de campana cerca del vestuario, a escasos metros del portón. Si llegaba el capataz, debía llamar con el celular al teléfono del taller, que tenía un timbre enorme, cuyo sonido estridente era audible desde todo el local.

Yo estaba cebando parado de espaldas a la puerta. La oficina era una pecera, toda de vidrio para que el capataz pudiera controlar el trabajo con sólo levantar la mirada. En la pared del fondo, colgaban planos y diagramas de piezas cuya fabricación estaba en marcha. En el rincón, un mueble cargado de biblioratos con manuales de máquinas y órdenes de trabajo.

En el escritorio de roble, sobrio como si fuera robado de un monasterio, se desarrollaba la partida. De frente a la puerta y la pared vidriada que daba al taller, estaba sentado El Canario, el Bota a la derecha jugaba en pareja con el Cacho Ramírez. Estaban recibiendo una respetable paliza a manos de la dupla integrada por el Canario y el Loco Rodríguez, este último de espaldas a las puerta.

-¡Tres pa salir!-Anunció el Canario con sádica alegría mientras que el Bota barajaba con odio. Repartió tirando las cartas como quien tira sobre la mesa un aviso fúnebre.

-¡Truco! -cantó el Loco.

-¡Quiero, retruco!-, contestó el Cacho con la leve sonrisa que usaba para desconcertar y que podía anunciar tanto una victoria como un total desastre.

-¡Vale cuatro!- El Canario analizando la cara del contrario con ciertas dudas.

En ese momento llegó el capataz.

Habíamos olvidado que el timbre del taller también necesitaba electricidad para funcionar.

El Canario de frente a la ventana, lo vio llegar y quedó pálido de la sorpresa. Además, como si la lividez fuera poca cosa, también se quedó mudo.

Sólo atinó a esconder las barajas lentamente como quien piensa en otra cosa y las guardó en el cajón. Estaba al borde del pánico y los ojos se le agrandaron como platos de restaurante caro, mientras que hacía disimulados gestos con el mentón hacia delante, para advertir a los otros de la inminente entrada de Zanetti en la oficina.

Sin percatarse, y pensando haber cazado al vuelo la seña del rival, el Cacho Ramírez, le avisó con voz autoritaria al Bota:

-¡No le des!, ¡No le des que tiene el dos!-


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